Trabajaba yo para una editorial argentina durante cierta edición de la Feria del libro de Buenos Aires, cuando se me acerca una chica de aspecto moderno e intelectual. Saludó y tímidamente pasó a preguntarme lo que cualquier persona hubiera intentado averiguar con algún miembro del personal disponible.
Yo era un simple e inexperto librero, pero respondía con seguridad y elegancia. Me había puesto al día en el arte de sugerir lecturas gracias a mis compañeros de venta; verdaderos linces-pro que la industria del libro premiaba al final de cada evento por su honesta entrega, que implicaba promoción, distribución y venta de libros, e incluía dar mucha bicicleta por toda la ciudad.
Nunca había sido bueno para vender nada, así que tuve que hacer un gran esfuerzo y empecé por imitarlos. Gracias a mi perseverancia, en poco tiempo dejé atrás la timidez y fui capaz de convencer a la clientela. Contaba incluso con un stock de frases calcadas de mis colegas.
Si me preguntaban, allá iba yo con acento y todo para lucir mi ristra de comodines: “Este autor te volará la tapa de los sesos”, “Es como el título que dices, pero mil veces más entretenido”, “Te aseguro que es adictivo, contundente y desopilante”, “… Explota”.
Aquella chica hablaba español con bastante fluidez, pero se notaba que la de Cervantes y Sabina no era precisamente su lengua. De modo que en una de esas, teniéndola ya con tres libros en la mano, pregunté, curioso, su nacionalidad, a lo cual debió responderme que finlandesa. “Ah —pensé yo—, ¡qué........