Hace treinta años me encontraba de visita en el apartamento de mis abuelos, Cintio y Fina, en el barrio del Vedado. Fina y yo conversábamos en la salita biblioteca mientras Cintio escribía en el estudio, sentado en su mesa de trabajo. Esa tarde mi abuelo no tenía tiempo de atenderme porque debía entregar con urgencia un texto que no recuerdo de qué se trataba, si alguna vez lo supe.
De pronto una música alta y bailable estalla debajo de nosotros, y se hace imposible hablar. Fina se da cuenta de que Cintio no va a poder concentrarse con aquel ruido, y no va a poder cumplir su compromiso. Decide pues salir conmigo a pedir por favor que bajen la música. Eso hacemos. La música viene del interior de la cafetería de los bajos, el famoso Potín (creo que en realidad se pronuncia Potán, aunque nadie le diga así). El Potín parece estar cerrado al público, pero aun así genera un escándalo notable. Tocamos a una puerta de cristal con cortinas azules. Y a la mujer que nos abre Fina le pide que baje la música, dándole razones con firme amabilidad. Entonces dice la mujer, a modo de negativa: “¡Ah, mi tía, pero imagínese: es el aniversario del Potín!”.
Ya no me acuerdo de si bajaron o no la música. No tengo retentiva para las malas experiencias, ni para las buenas, a veces. Pero la frase y el tono resuenan en mi memoria con exactitud, pues aquel lance, sin ser grave, fue la primera ocasión en que choqué con lo que mi abuela denominó, al calor del momento, “impunidad auditiva”.
Si avanzamos treinta años en cámara rápida hacia la actualidad, para ver cómo ha evolucionado ese fenómeno en el mismo entorno, veremos que la combinación siempre peligrosa de avances tecnológicos y retrocesos sociales, lo ha amplificado literalmente.
La impunidad auditiva es cada vez más intolerable en La Habana, mi ciudad. Por encima del natural bullicio urbano, atruena de manera casi ubicua la música de moda. Es raro montarse en un taxi en que el conductor no tenga su preferencia musical puesta a todo volumen. Y es casi imposible, hoy por hoy, encontrar un café donde uno pueda ocultarse en silencio y descansar, entre otras cosas, del azote del mundanal ruïdo.
En el paisaje sonoro el elemento más agresivo para mí es........