Cuando Ernesto “Che” Guevara fue capturado en Bolivia en 1967 suplicó por su vida, creyendo erróneamente que “valía más vivo que muerto”. ¡Cuán equivocado estaba! En ese momento, para Cuba, el Che muerto le resultaba no solo útil, sino necesario. Su campaña guerrillera en Bolivia rompía el compromiso de Cuba, ante soviéticos y estadounidenses, de no promover insurrecciones, asumido en secreto tras la Crisis de los Misiles.
La decisión de su muerte se había tomado mucho antes de aquella fatídica mañana de octubre, allí lejos, en La Habana. Aunque había una brigada lista en Cuba para rescatarlo, Fidel nunca autorizó su partida y optó por elevar al Che al panteón de los Héroes de la Revolución, junto a Camilo Cienfuegos.
El asesinato del Che aquel octubre cobra relevancia hoy ante el gravísimo acontecimiento, también ocurrido en octubre en Bolivia, en que el país estuvo al borde de ser testigo de otro magnicidio, premeditado o casual, mediante el asesinato del expresidente Evo Morales por parte de agentes del gobierno. Un magnicidio, un crimen de Estado, uno de los mayores y más condenables actos políticos. Y nadie, excepto el entorno cercano del afectado, se ha sorprendido o enérgicamente condenado. El presidente Luis Arce, lacónicamente, ha prometido una investigación, mientras........