“Lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre” (Rousseau)
La fantasmagoría y el extravío se han apoderado de la realidad, en la que el nihilismo contemporáneo está embarullando y falsificando, en un engañoso vaivén, la situación global de la infancia, tan brutalmente vulnerada en su inocencia y fragilidad, haciendo apremiante la mirada y acción de todo el orbe. Los seres humanos vemos tan solo un atisbo, un indicio, una imagen borrosa del respeto que precisan los menores para no perder el punto de apoyo sobre el que se levantan la vida y los sueños. Al igual que en la obra Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, la humanidad soporta un pozo de dolor, culpa y negación que esconde un necesario debate sobre los límites de nuestra moral. El mundo, en lo referente a la infancia, ha pasado, como único avance, de la vergüenza al sonrojo. Si queremos hablar de progreso o progresismo, hemos de ponernos de pie ante el empañado espejo de la evolución darwiniana, ante la falsa e impostada ética, tomando conciencia de que millones de niños se asoman a ventanas sin estrellas. Los muertos nos hablan al oído, pero no logran despertar nuestra dormida conciencia. La elocuencia de la inacción encuentra su verbo en este decadente estancamiento en el que la vida se vive a sí misma sin que el ser humano se involucre con tenacidad en eliminar la amoralidad que le rodea. Los limitados conceptos del pensamiento capitalista, tan alejados del pensamiento heterogéneo, están denigrando al ser humano, cuyo cerebro precisa movimientos telúricos que lo despierten. Todo niño es una puerta de entrada a la esperanza de un mundo armonioso y humano; su sonrisa, su tibieza y su fiel caricia convocan con alegría cada nuevo amanecer. En la bóveda ciega en la que permanecen muchos gobiernos del........