El lugar más secreto de un arquitecto es, con frecuencia, el que esconde el nombre de su maestro, pero yo no deseo callar el nombre del mío porque, a pesar de la considerable distancia generacional, Raúl Aguilar (1940-2021) no sólo fue mi profesor, sino también un gran amigo.
En mi primer año de universidad, ajeno a su reputación de individuo solitario y gruñón, lo llamé por teléfono, lo tuteé (¡!) y le anuncié que lo visitaría en su casa a la hora del té. Tal vez porque lo tomé desprevenido, o quizás porque valoró mi audacia, el arquitecto, extrañamente, accedió. Nos sentamos en su cocina y me escudriñó con su mirada aguda, mordiéndose la punta de la lengua como lo hacía cada vez que algo le resultaba gracioso. Yo estaba en silencio, observando con interés aquella vivienda bioclimática que me cobijaba, delimitada por hermosos muros de ladrillo visto, abundante luz y vegetación y con un tronco de algarrobo que sostenía las escaleras.
Rompí el hielo con astucia: le mencioné que yo también........