Alvite había muerto unas horas antes, ya casi han pasado diez años, y yo cruzaba aquel viernes el Barrio de las letras con cierta sensación de orfandad, de tinta caída. Me senté a escribir mi columna en la mesa más oscura y apartada de la Cervecería Alemana de Santa Ana, donde aún habitan los fantasmas de Jardiel y Valle, y el de Ava Gardner, que va enamorando caballeros de mesa en mesa, contando aventuras de Dominguín. También surca el lugar a ratos el espectro de Hemingway, pero no tiene mérito, porque casi no hay café español que se precie que no recibiera alguna vez la visita del hombre que bebía para calmar sus dolores, y después bebía por todas las demás razones también.
Enero fue más frío que cualquier otro enero, tal vez porque acababan de helarnos la sangre con los atentados de Charlie Hebdo en París, el día en que comprendimos que la libertad de prensa te podía costar la vida ya en cualquier lugar de Europa. Despertaba Madrid brumoso y entristecido, al atardecer de un jueves 15 se había apagado una de las estrellas más singulares del columnismo español, y la Alemana, a la hora en que toman el café los abuelos, se convirtió en mi propio Savoy. Pincho de tortilla, pañuelos en las pecheras, caña, y sentido y sensibilidad en el........