Fueron días de cierta zozobra personal y profesional. Jovencísimo, acababa de salir de la dirección adjunta de La Gaceta, que todavía era papel, y me disponía a ponerme al frente de The Objective, que entonces era un digital innovador, con todo por hacer y sin espejo alguno al que mirarse. La ciencia, la experiencia, y la serenidad de mi amigo Víctor de la Serna fue clave para llegar a buen puerto en ese berenjenal de sobresaltos y dudas. Quizá porque nada de lo que pueda escribir a continuación tiene el menor interés, si no comienzo por lo más importante: Víctor de la Serna era un hombre bueno; un hombre bueno y generoso, que sabía ser amigo antes que periodista y esto, no desvelo nada, es anomalía en el oficio.
Durante años lo acompañaba a descubrir este o aquel restaurante de vanguardia. Víctor podía estar contándote cada pequeño detalle de la fundación de El Mundo, con una memoria prodigiosa, y a la vez estar tomando precisas notas en un papel sobre cada cosa que comíamos y bebíamos, para plasmarlo en una de sus críticas más tarde. A mí me encantaba escucharlo, daba igual el tema, porque sabía de casi todo sin caer nunca en el pecado original de la soberbia del intelectual. Yo tenía ciertas reservas –por decirlo con elegancia— sobre la gastronomía innovadora que a él le fascinaba, y le divertía saber que, de cada restaurante que visitábamos, él sacaría una crítica sesuda para El Mundo, y yo una sátira sobre la cocina de vanguardia para Época, o La Región, o donde fuera según la temporada.
Se ha dicho ya que Víctor era la gastronomía, el vino –qué maravilla fue elmundovino—, el jazz, el periodismo, la........