Christina Stead. El poder de la sátira |
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Inaccesible, extraña e iracunda. Una mujer tan celosa de su intimidad y tan increíblemente malhumorada que terminó convirtiéndose en su peor enemiga. Tormentosa, excéntrica, polémica. De sexualidad ambigua fruto de una infancia llena de carencias emocionales no resueltas. Talentosa, sí, pero también desorbitada, impúdica y tan rencorosa que sus novelas están impregnadas por la crueldad y el deseo de venganza. Nada femenina. Nada estable. Conclusión: una nota a pie de página en la narrativa del siglo XX.
Este fue el diagnóstico que la crítica hizo sobre la personalidad de Christina Stead (Sídney, 1902-1983) y ese su veredicto. Qué peso tuvo en ello su condición de mujer es complicado de saber. Lo que sí es innegable es que, a pesar de haber escrito una de las novelas más originales, turbadoras, brillantes e inclasificables del siglo –El hombre que amaba a los niños, publicada por primera vez en Estados Unidos en 1940–, Stead protagoniza uno de los capítulos más llamativos de los errores de la historia de la literatura contemporánea.
Errores, malentendidos o prejuicios: las fronteras entre unos y otros se confunden. A menudo, el primer juicio público es determinante, porque de él beben todos los demás. También cuentan las biografías, en especial las que se atreven a especular y sesgar. Y cómo no, los escrúpulos y convenciones de la época, los tabúes y las suspicacias. Un poco de todo esto se produjo en el caso de la australiana, reconocida hoy día como una de las grandes escritoras en lengua inglesa del pasado siglo pero aún poco leída y casi no traducida al español.
Christina Stead fue la única hija del primer matrimonio de David George Stead, un biólogo marino y conservacionista avant la lettre que se casó dos veces más y tuvo otros cinco hijos. A los veintiséis años, Stead se marchó de Australia, al parecer escapando del carácter autoritario y controlador de su padre, y ya no regresó hasta ser una anciana. Vivió en Francia, en España, en Inglaterra y, sobre todo, en Estados Unidos, donde escribió gran parte de su obra –un total de doce novelas y varios volúmenes de cuentos, además de guiones para Hollywood en los años cuarenta–. Fue pareja del escritor y economista marxista William J. Blake, con quien se casó en 1952, cuando él al fin obtuvo el divorcio de su anterior esposa. Su primera novela, Seven poor men of Sydney (1934), cuenta la historia de siete estibadores desde la perspectiva del realismo social; la última, I’m dying laughing: The humourist (publicada de manera póstuma en 1986) se inspiró en la vida de la escritora Ruth McKenney y quedó inacabada. La dedicación de Stead a la escritura fue total –se documentaba de forma exhaustiva para cada uno de sus libros–; aunque, de toda su obra, la única novela que ha obtenido resonancia es The man who loved children, de fuerte componente autobiográfico.
En las fotos que han quedado de ella destacan su expresión sarcástica y la mirada inteligente. Los labios permanecen apretados, las cejas arqueadas y predomina cierta adustez en su porte. Solo en algunas se permite una ligera sonrisa, más bien como una mueca. Su aspecto, su actitud, el hecho de no tener hijos, la escasa atención que le prestó la crítica e incluso sus simpatías políticas contribuyeron, no hay duda, a que se forjara una imagen estereotipada de ella que tuvo su mayor exponente en la biografía de Hazel Rowley de 1993. Según Rowley, las privaciones emocionales a las que se vio sometida Stead de niña dificultaron sus siguientes relaciones sociales, en especial con otras mujeres. La destrucción de muchos de sus papeles privados y la imposibilidad de acceder a entrevistarla parecen dar carta blanca a Rowley para elucubrar sobre estos vacíos y crear la leyenda de una mujer de genio excesivo, en todos los sentidos. También resulta llamativa otra biografía posterior, The enigmatic Christina Stead: a provocative re-reading (1997), de Teresa Petersen, en la que se insinúa un lesbianismo reprimido a partir del análisis de sus personajes femeninos y de las relaciones heterosexuales que aparecen en sus libros, siempre negativas y frustrantes. Su largo matrimonio con Blake, especula Petersen, podría obedecer más a la necesidad de encontrar una figura paterna que una pareja sentimental. No hay pruebas que sustenten estas afirmaciones, pero el morbo, obviamente, está servido.
El problema de las biografías tendenciosas no está en sus conclusiones –que no escandalizan a........