Pedro Costa: el cartero llama tres veces

Las cartas han jugado un papel crucial, determinante, en la vida y la obra del portugués Pedro Costa (1959), uno de los directores que están modificando el rostro del cine contemporáneo al poner en práctica el dictum de Robert Bresson: “Más que películas bellas, películas necesarias.” (En este caso, no obstante, belleza y necesidad van estrechamente unidas.) En 1994, luego de rodar Casa de lava, su segundo largometraje –el primero, O sangue, data de 1989–, Costa regresó de la isla de Fogo a Lisboa, su ciudad natal, cargando paquetes, obsequios y una enorme bolsa llena de misivas que debía entregar a varios inmigrantes de Cabo Verde afincados en Estrela d’África, un arrabal situado en el distrito de Amadora, a una hora en autobús del centro de la capital lusitana. Fue así, convertido en cartero fortuito, como Costa entró en contacto con Fontainhas, el barrio surgido en los años sesenta y trocado en auténtico laberinto recorrido por el minotauro de la miseria que lo imantaría a lo largo de casi una década y lo llevaría a decir: “Aquí no había interior y exterior. Cada calle era un pasillo, cada casa una calle, cada dormitorio una plaza pública.” En esa intrincada red de callejones claustrofóbicos habitada por expatriados y obreros que despertaban a las cinco de la mañana para integrarse al sistema digestivo de la gran urbe, el cineasta encontró no solo su verdadera voz fílmica sino también a su Ariadna: Vanda Duarte, una heroinómana cuyos accesos de tos cada vez más violentos constituyen una suerte de hilo conductor sonoro en la trilogía compuesta por Ossos (1997), No quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006) y titulada no en balde Cartas desde Fontainhas. Porque cartas, hermosas y prolijas cartas escritas por un seguidor lo mismo........

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