J.G. Ballard (1930-2009): el telescopio invertido

En 1949, mientras los escritores de ciencia ficción desvían la mirada de un planeta surcado por las cicatrices de la guerra y la alzan al espacio exterior en pos de civilizaciones menos partidarias de la autodestrucción, James Graham Ballard lleva a cabo un curioso experimento en la sala de disección de King’s College, Cambridge. En ese extraño recinto “de techo bajo, a medio camino entre un club nocturno y un matadero”, acompañado por el recuerdo del conejo que desolló e hirvió al final de su estancia de tres años en la Leys School –el internado que entre 1923 y 1927 acogió a Malcolm Lowry, otro gran iconoclasta de la literatura–, el estudiante de medicina de diecinueve años aprovecha sus clases de anatomía para empezar a construir un telescopio mental con el que enfocará no las estrellas sino, primero que nada, el interior de los cadáveres de doctores que se rinden a su bisturí: “En cierto modo –confiesa en Milagros de vida (2008), su conmovedor testamento autobiográfico–, estaba realizando mi propia autopsia de todos los chinos muertos que había visto tirados al borde de la carretera cuando iba al colegio [en Shanghái]. Estaba efectuando una especie de investigación emocional e incluso moral de mi pasado, al tiempo que descubría el vasto y misterioso mundo del cuerpo humano.” En 1954, dejándose guiar por la aviación, una de sus más fieles obsesiones que lo conducirá a avecindarse en Shepperton –el poblado cercano al aeropuerto de Heathrow donde radicará de 1960 hasta su deceso en 2009– y a bautizar uno de sus catorce libros de relatos como Aparato de vuelo rasante (1976), Ballard decide alistarse en las Fuerzas Aéreas británicas y viaja a la base de instrucción en Moose Jaw, en la provincia canadiense de Saskatchewan, una tierra de nadie en la que sin embargo tiene una epifanía similar a la que vivió en la sala de disección de King’s College. Gracias a revistas como Astounding Science Fiction, Fantasy & Science Fiction y Galaxy, localizadas en las estanterías de ese “pueblo sin porvenir”, reconoce las riquezas y limitaciones del género que luego describirá como el único “suficientemente dotado para convertirse en la literatura del futuro”, y sobre el que........

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