A los 72 años, Casanova vive en el castillo de Dux, Bohemia, en soledad punitiva. Por segunda ocasión ha sido exiliado de la Serenísima República de Venecia, carece de fortuna y amigos cercanos, y se ve obligado a aceptar el apoyo del conde Waldstein, quien le da un puesto simbólico de bibliotecario. En las escasas ocasiones en que el dueño del castillo visita sus propiedades y manda encender los candelabros para una cena, el huésped veneciano ofrece una estampa de lujosa decrepitud. Sus medias de seda con ligas de colores, sus chalecos de terciopelo, sus puños de encaje y su sombrero emplumado fueron elegantes en una época perdida; para 1797, se han vuelto vistosamente ridículos. En algún momento de la noche, el conde pide a su invitado que pague su estancia narrando su lejano escape de la cárcel de los Plomos. En un francés trabajado por italianismos, el aventurero cuenta una historia que los comensales escuchan con una mezcla de atención y piedad. Giacomo Casanova, autoproclamado Caballero de Seingalt, se ha convertido en una pieza digna de un gabinete de curiosidades, semejante al ciervo de seis cuernos, el autómata de cuerda o la Torre de Babel esculpida en una nuez. Tolerado con fatiga por la aristocracia local y repudiado sin miramientos por una servidumbre que coloca su caricatura en el retrete y le sirve los macarrones fríos, el veneciano intenta una última fuga. Durante trece horas diarias, que se le van “como trece minutos”, escribe su vida.
Museo de gestos, adorador de mujeres bellísimas que yacen bajo tierra, sobreviviente de una era que ya semeja un espejismo, el anciano Casanova despierta el contradictorio interés del libertino en cautiverio.
La suerte de sus páginas fue tan intrincada como su biografía. En el lecho de muerte, entregó el manuscrito a su sobrino Carlo Angiolini, quien vivía en Dresde. El 13 de diciembre de 1820, más de veinte años después, el libro fue ofrecido a la editorial Brockhaus. Ludwig Tieck hizo un dictamen entusiasta y los editores publicaron una versión en alemán del original escrito en francés (Casanova, quien fue alumno de Crébillon en París, eligió este idioma por tener “un espíritu más tolerante que el italiano”). En 1822 comentó Heinrich Heine: “No hay una línea en este libro que identifique con mis sentimientos y ninguna que haya leído sin placer”. La fama de las Memorias llegó a Francia y muy pronto hubo versiones piratas traducidas del alemán. Entonces Brockhaus tomó una decisión que desvelaría a los casanovistas durante casi 150 años: comisionó al escrupuloso profesor Jean Laforgue para que preparara una versión publicable del original en francés. Laforgue corrigió errores gramaticales y pulió el estilo, pero también suprimió pasajes y agregó matices de su cosecha. La reputación de Casanova quedó en manos de un erudito que, en buena medida, era su reverso.
El 27 de marzo de 1928, el excepcional cronista Kurt Tucholsky publicó un artículo en la Weltbühne con su habitual seudónimo de Peter Panter. Con tensión policiaca, describió la caja fuerte donde la editorial Brockhaus guardaba las páginas manuscritas de Casanova, muy distintas a las supervisadas por Laforgue. Las auténticas Memorias seguían inéditas. No fue sino hasta 1960 que se inició la publicación del original en doce tomos.
Para justificar su imaginario título de nobleza, Casanova dijo: “el alfabeto es propiedad de todo mundo; se trata de algo innegable. Yo tomé ocho letras y las combiné de tal modo que formaran el nombre de Seingalt”. El patricio que hurtó su linaje al alfabeto tuvo la voz cautiva hasta 1960. Aun así, el poderío de su historia se transmitió a los lectores y el autor se transformó en arquetipo del libertino ilustrado. La consolidación del mito también se debió a quienes lo convirtieron en personaje de sus obras. El 9 de octubre de 1833 se estrenó en Viena Una noche en Venecia, de Johann Strauss, en la que Casanova aparecía como el duque dUrbino. Así se inició el rico repertorio del casanovismo austriaco, al que Hugo von Hofmannsthal contribuyó con El aventurero y la cantante y El regreso de Cristina, y Arthur Schnitzler con Casanova en Spa y El retorno de Casanova. Transformado en bestia circence por Federico Fellini, descrito por Stefan Zweig como un ladrón excelso que se embolsó un prestigio literario que no le correspondía, inspirador de los escasos poemas en dialecto veneciano de Andrea Zanzotto, celebrado con histérico entusiasmo por Miklós Szentkuthy (“para quienes creen que han muerto los dioses sólo tengo una respuesta: ¡Venecia!”) y ungido como “filósofo de la acción” y “uno de los más grandes escritores del siglo XVIII” por Philippe Sollers, Casanova es el conspicuo protagonista de una cultura que no ha necesitado leer sus Memorias para saber de él. En 1973, Bruce Springsteen cantó en el disco que puso su nombre en la música de rock:
Nací triste y curtido pero exploté como una supernova Caminé como Brando rumbo al sol Y luego bailé, justo como un Casanova.
Icono de la seducción, Casanova rivaliza con Don Juan y no es casual que se le atribuya haber participado en el libreto de Don Giovanni. La prueba decisiva para su vinculación con Mozart es que entre sus papeles se encontraron versiones alternas del aria donde Leporello enumera los triunfos galantes de su amo. Además, fue corresponsal y gran amigo del libretista Lorenzo da Ponte, quien tenía entonces tres óperas en puerta y necesitaba que alguien lo ayudara a cumplir sus extenuantes plazos de versificación, y estuvo en Praga la noche en que se estrenó Don Giovanni. Estos datos bastan para que la presencia de Casanova en la ópera sea, si no la de un colaborador directo, al menos la de un espíritu afín que se asomará por siempre entre sus bastidores.
Lo decisivo, sin embargo, es que la posteridad de Casanova se consumó en la escritura. Aun en sus variantes más resumidas y expurgadas, las Memorias son un ruidoso tratado de infracciones y costumbres. En gran parte, esta vitalidad se debe a una paradoja del oficio: Casanova sólo fue escritor por desesperación. Si hubiera podido continuar su tren de descalabros, no se habría molestado en escribrir. “El hombre acorralado se vuelve elocuente”, afirma George Steiner. Como otros célebres cautivos, el inquilino de Dux encontró en la palabra una vía de escape y buscó liberarse sin justificarse: “jamás me veréis aires de arrepentido”.
A diferencia de San Agustín o Rousseau, Casanova no se confiesa en busca de expiación. El embaucador que vivió para la mirada ajena, habla como si nadie pudiera juzgarlo. Seguramente, de haber intuido su fama póstuma, su sinceridad habría menguado. El aventurero cortejó la celebridad como ninguno pero sus Memorias tenían un destino incierto. Fueron escritas en un francés atrevidamente macarrónico, entre gente que hablaba el checo y el alemán, y ofrecían pocas posibilidades de seducir a los editores y superar la censura. Estamos ante el último lance de un tahúr que se juega su resto a la carta que menos usó en vida, la franqueza. Por primera vez está animado por la gratuidad: “Escribo para matar el fastidio y celebro complacerme en esta ocupación. Si desatino, ¿qué importa? Me basta estar convencido de que me divierto”. Ajeno a los gustos del porvenir, carece de otro sentido del proselitismo que mostrarse como es. Su primer párrafo es ya una carta de creencia: “Empiezo por declarar a mi lector que en todo lo bueno o malo que he hecho en el curso de mi vida, estoy seguro de haberme enaltecido o rebajado, y en consecuencia debo considerarme libre”. El memorialista se brinda sin humos de beatificación. Al respecto, apunta Fernando Savater: “quien no crea en su propia libertad, no puede perder el tiempo escribiendo memorias, porque nadie se cuenta a sí mismo su propia vida como un proceso mecánico ni debe engañar a los demás relatándola como un cúmulo de fatalidades. Para comenzar a narrar su vida, Casanova debe creerse libre; en un sentido muy semejante, Sartre señaló que estamos condenados a la libertad; sin libertad, no hay género autobiográfico… Éste es un respetable argumento literario en favor del libre albedrío”.
El protagonista de las Memorias usa su libertad en aras del presente. Es un campeón de la oportunidad y la ocasión propicia; no se deja tentar por la nostalgia o el anhelo; el pasado y el futuro le interesan poco. Su inteligencia es una astucia que tiene prisa.
Durante cerca de 20 años está exiliado de Venecia pero no extraña su ciudad; al contrario, se siente orgulloso de llevar consigo su espíritu carnavalesco; Venecia viaja con él como un cuadro ambulante (más parecido a la vida tumultuosa de las escenas........