Fui trasquilado por falta de amor a la humanidad. Naturalmente, tardé en advertir que la rapada tenía causas morales. Todo empezó con la difícil tarea de encontrar en Barcelona una peluquería que no pareciera un laboratorio de nouvelle cuisine. En los locales con sillones de diseño, los pelos se transforman en fideos de dramática posmodernidad. La verdad sea dicha, me gustaría tener suficiente material para someterme a esa aventura, pero pertenezco a la especie rala que sale de la peluquería de moda sin otra distinción que sugerir que el corte se hizo con cortaúñas.
En una esquina del Ensanche encontré la clásica peluquería simple: tubo de tres colores en la puerta, sillones giratorios de cuero, infinidad de frascos de plástico y fotos recortadas de revistas, con fantasiosos cortes de pelo que están ahí de adorno pero que nadie pide. Un hombre de unos setenta años barría el piso. Llevaba la filipina blanca de los barberos de antes, incapaces de bautizar su negocio como "Edoardo" o, peor aun, "D' Edoardo".
Tal vez para demostrar que no está en posesión de un arma blanca, el hombre con tijeras no para de hablar. Cuando se limita a fumar mientras esculpe un copete en forma de budín, despierta toda clase de sospechas (en este axioma se basa la película El hombre que nunca estuvo ahí, de los hermanos Coen).
El peluquero en cuestión pertenecía al modo canónico: activaba las tijeras aunque no cortara, como un tic para tomar impulso, y hablaba sin freno ni cansancio, a pesar de que uno de sus temas era precisamente el cansancio. Tres meses atrás, su socio había sido asaltado........