La ciudad de México crece con el veloz desconcierto de las epidemias. Lo primero que llama la atención al viajero es la dificultad de orientarse entre sus calles. "Es el único lugar donde he tenido miedo de perderme para siempre", afirmó el escritor triestino Claudio Magris. Nuestras calles repiten los nombres de los héroes como si así pulieran su gloria. Quien consulte la Guía Roji encontrará tantas calles Zapata, Juárez o Hidalgo como para construir varias metrópolis suficientemente patriotas. Al abordar un taxi, el conductor evade la responsabilidad de orientarse en el laberinto: "Usted me dice por dónde." Nada más natural que los profesionales del volante ignoren un territorio que excede a la experiencia humana.
Los límites de la ciudad ya quedan tan lejos que resulta inexacto hablar de las afueras. Hemos perdido la noción de periferia y el aeropuerto, que alguna vez ocupó la punta oriente de la capital, se ha vuelto ruidosamente céntrico.
De Tenochtitlan al Distrito Federal: un palimpsesto mil veces corregido, borradores que ya olvidaron su modelo original y jamás darán una versión definitiva. La villa flotante de los aztecas, la retícula soñada por el virrey de Mendoza, las avenidas promovidas por el regente Uruchurtu, los tianguis infinitos que rodean los heterogéneos rascacielos de la posmodernidad, integran un paisaje donde las épocas se combinan sin cancelarse. La misma corteza terrestre contradice el tiempo. De acuerdo con el sismólogo Cinna Lomntiz, el 19 de septiembre de 1985 la ciudad de México se comportó como un lago: el terremoto........