En septiembre de 1856, la generación política más brillante de nuestra historia debatía la división de poderes en la nueva Constitución. Un año antes, esa misma generación había depuesto a Antonio López de Santa Anna, caudillo popular, carismático, arbitrario, veleidoso, despótico, que por más de treinta años había imperado de manera intermitente sobre México hasta convertirlo en el país de un solo hombre.
Era necesario cortar de raíz esa concentración de poder en el Ejecutivo. Para ello, la solución institucional era evidente: fortalecer al Legislativo. Los constituyentes dudaban entre dar a la Cámara de Diputados facultades comparables a las de la Asamblea francesa durante la Revolución o volver a la fórmula original de la........