menu_open Columnists
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close

¿La justicia de quién? El destino de Saddam Hussein

7 0
20.12.2025

Nombre de usuario o dirección de correo

Contraseña

Recuérdame

A mediados de los años noventa, una de las principales organizaciones estadounidenses de derechos humanos, la cual durante mucho tiempo había reunido pruebas respecto de los crímenes de Saddam Hussein en contra de su propio pueblo, inició una campaña prolongada para llevar al dictador iraquí ante un tribunal internacional por cargos de crímenes de guerra, tortura, crímenes contra la humanidad y genocidio, cargos que, como justamente consideraban ellos, no sería difícil comprobar. Toda vez que razonablemente no podía esperarse que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizara un tribunal internacional ad hoc como lo había hecho en los casos de la que fue Yugoslavia y de Ruanda, y que la Corte Penal Internacional todavía no existía, estos activistas se propusieron tratar de convencer a varios gobiernos simpatizantes de Europa occidental de llevar a juicio al gobierno de Iraq ante el Tribunal Internacional de Justicia en La Haya, único foro importante ante el que los Estados pueden presentar cargos contra otros Estados, con fundamento no en el derecho mercantil sino en el derecho internacional humanitario.
     A nadie sorprendió que sus esfuerzos resultaran vanos. Pese a todo lo que se decía de “terminar” con el orden de Westfalia —sistema en que el derecho internacional restringía lo que los Estados podían hacer internacionalmente, pero consideraba pocas restricciones políticas respecto de lo que podían hacer dentro de sus propias fronteras con sus propios ciudadanos—, la soberanía del Estado era entonces, como hasta hoy, ya instalado el Tribunal Penal Internacional, la base del sistema internacional. Los gobiernos socialdemócratas de la Unión Europea podrían desear poner fin a la impunidad de los tiranos, lo cual resulta atractivo para importantes sectores de su población, pero no estaban dispuestos a romper con las normas de la diplomacia internacional hasta el punto de presentar cargos que habrían puesto realmente en peligro la legitimidad de Saddam Hussein como gobernante de Iraq, sobre todo en un momento en que esos mismos gobiernos levantaban la voz cada vez más alto para exigir que se revocaran las sanciones que, aunque inspiradas por Estados Unidos, las Naciones Unidas imponían en contra de Bagdad.
     Pero los europeos habían sido la última esperanza de los grupos de derechos humanos, puesto que por lo menos creían en la justicia internacional y, no obstante que en la práctica no fueran tan confiables, se mostraban respetuosos en relación con este compromiso. En contraste, pese a todas sus declaraciones acerca de la importancia de los derechos humanos, el gobierno de Estados Unidos, entonces presidido por Bill Clinton, no difería realmente tanto de sus predecesores, en cuanto al tradicional escepticismo estadounidense frente a los tratados internacionales, sobre todo los que pudieran subordinar la autoridad de la Constitución estadounidense a algún instrumento legal de carácter multilateral o multinacional. Recurrir al Tribunal Internacional de Justicia, aunque fuera para perseguir a una figura tan odiada como Saddam Hussein, significaba apelar al mismo tribunal que había defendido a Nicaragua contra Estados Unidos durante la guerra de los contras de los años ochenta. Y eso no era probable que lo hiciera ni siquiera un gobierno estadounidense supuestamente liberal. Washington prefería, con mucho, su propia receta para someter al régimen baathista de Bagdad; es decir, los recursos típicos de un Estado para obligar a otro: la fuerza, bajo la forma de zonas de exclusión aérea y de una campaña intermitente de bombardeos desde el aire, y la presión económica en la modalidad de un embargo de las Naciones Unidas en contra de Iraq.
     Desde luego que la mayoría de los activistas pro derechos humanos declaró entonces que la estrategia estadounidense de “contener” a Saddam Hussein no sólo ocasionaba el sufrimiento de iraquíes inocentes que nada tenían que ver en las políticas de su gobierno, sino que ni siquiera cumplía con su objetivo de reducirlo al orden. Durante los preparativos de la reciente invasión estadounidense a Iraq, estos mismos activistas —por no hablar de la numerosa población de cuyas opiniones se hacen eco— tan sólo unos años antes tendían a reducir su oposición a procedimientos de penalización en contra de los Estados infractores, tales como el embargo económico que, en la diplomacia internacional, son en verdad las únicas alternativas a la guerra o la pacificación forzosa. Pero incluso el examen más superficial de los registros históricos del momento revelaría que el lenguaje que muchos activistas de los derechos humanos emplearon para denunciar a Saddam Hussein, sobre todo al describirlo como un dictador culpable de crímenes de guerra ante los cuales palidecerían los delitos de la mayoría de los tiranos, no era en realidad un lenguaje tan diferente del que usaban neoconservadores estadounidenses como Paul Wolfowitz y Richard Perle. En otras palabras, a pesar de las simpatías políticas liberales de izquierda de la mayoría de los activistas de derechos humanos, su análisis concreto de Saddam Hussein en realidad no difería tanto del de figuras conservadoras que consideraban el fracaso del padre del actual presidente (George Herbert Walker Bush), en cuanto a poner fin a la tiranía baathista en Iraq a finales de la Guerra del Golfo de 1991, como una trágica moraleja y como un error geoestratégico, y quienes, desde sus puestos en sus respectivos gobiernos, en los dos años posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001, persuadirían al presidente, al principio renuente, de emprender la guerra contra Iraq.
     En efecto, esta coincidencia en el análisis y, acaso de manera más determinante, su afinidad con la llamada izquierda humanitaria —aparte de un sentimiento de indignación y la creencia de que cualquier orden mundial digno de ese nombre, y que se reclame legítimo y por encima de “la razón del........

© Letras Libres