Dickens y su vulgaridad |
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“Se necesita ser muy vulgar para ponerse a definir la vulgaridad. Precisamente por indefinible, la palabra es indispensable”, escribió G.K. Chesterton en su Dickens y lo hizo, en 1911, casi veinte años antes de que Aldous Huxley arremetiera contra Dickens en un ensayo donde ponía al novelista como epítome de lo vulgar. Decía Huxley en “Vulgarity in literature” (1930) que la vulgaridad de Dickens era monstruosa porque no era fingida, a diferencia de la de charlatanes más serios (Balzac y Poe, según él), quienes impostaban el ser vulgares para congraciarse con un público que juzgaban inferior. No, dice Huxley, Dickens era profunda e incurablemente vulgar, un enfermo irrecuperable de vulgaridad al cual cabía considerar no un niño, sino un bebé viejo. Una cosa es ser ingenuo hasta la puerilidad, como lo era Dickens, que divinamente infantil, a la manera de Jesucristo, al cual Huxley elogia por su ardor, por su inteligencia, por su intolerancia ante las faramallas, por todo aquello que le faltaba al novelista. Que sus críticos lo comparen, así sea para desfavorecerlo, con Jesucristo, habla muy bien, por cierto, de la estatura de Dickens. Lo que desató la dickensofobia de Huxley fue, naturalmente, la muerte de la pequeña Nell en La tienda de antigüedades (1841), celebérrimo episodio tristísimo que también motivó la burla de Oscar Wilde: “Se necesitaba tener un corazón de piedra para no reírse de la muerte de la pequeña........