En las lindes de Europa

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a Chantal Steinberg

Nos queda más que claro: el hosco carpintero que construyó los severos camastros del refugio de cazadores de Gruzki no los pensó para que uno se pasara el día tumbado.

De pie a las brumosas cinco de la mañana en vano afán de sorprender, bajo un cielo violeta y en un claro de hierba perlada de rocío, el desayuno de los jabalíes, habíamos luego pedaleado a Guszczewina y de allí a Narewka y a Janowo. Un amplio rodeo verificado de trecho en trecho, las sienes pulsando, por un indeciso dedo índice sobre las líneas de un mapa (escala 1:50,000) del Puszcza Białowieża.

El rodeo nos permitía burlar –sacarle la vuelta– al intratable reglamento de la Dirección de Bosques y entrar libremente, sin guía, a la “Reserva estricta”, mundo primordial de verdes silencios, bosque lleno de sombrío y húmedo misterio, como los que de niños recorrimos, temerosos, de mano de los hermanos Grimm.

Acaso no esté de más precisar, breve y esquemáticamente, que el área natural protegida de Białowieża, a caballo entre Polonia y Bielorrusia, es el único y último trozo restante de bosque primigenio europeo. Oscuras, venturosas razones de geopolítica medieval le permitieron atravesar los siglos intocada por el hacha y la sierra. El proteccionismo zarista haría de ella, harto más tarde, un coto de caza real: incluso en épocas de hambruna abatir furtivamente un ciervo se pagaba con la vida. Sufrió, sí, en las grandes, trágicas guerras del siglo XX. Y ya luego, concluidos los tomas y dacas tras la cortina de hierro, fungió como zona amortiguadora. Hoy el celo ecologista la mantiene a salvo de la depredación humana –encarnada también mínimamente (no está de más dejar las cosas claras) en turistas ofuscados, como nosotros, por un exceso de entusiasmo.

Abandonamos entre abetos, apoyadas en un tronco a veinte pasos del camino, las sólidas bicicletas polacas. Visibles, para hallarlas al volver. La reserva estricta de Białowieża es hoy un bosque sagrado. Un bosque en el que no penetran los hombres. Solo los iniciados; es decir, los investigadores acreditados. Carecemos de cartas cabales, por lo cual, antes de entrar, juntamos en el suelo una gran flor radial de piñas escamosas, ramitas de abedul y ciruelas salvajes: nuestra ofrenda a los dioses del bosque.

Y entramos a pie. Tomados, como Hansel y Gretel, de la mano.

El olor. El fresco olor a humus. La quietud. ¡Y los verdes! ¡Las vivificantes gamas de los verdes!

Avanzamos adivinando una senda de lo más perdidiza. El terreno, extensión septentrional de la llanura polaca, siempre a nivel. De apartarse Matiana a la rápida exploración al pie de un roble de alguna madriguera, la aguardo yo en un sendero apenas distinguible. ¿Los animales? Salvo la babosa y su lenta estela de plata, se esconden todos. Nos adentramos, sin cruzar presencia humana, en el umbrío corazón del bosque.

Un bosque explotado –y en Europa siempre lo son– es como un jardín de infantes: los árboles de cada sector tienen la misma edad y, por ende, el mismo diámetro, la misma altura, un espaciamiento regular. Uno cree ver natura donde todo es cultura. No así en el Puszcza Białowieża. El bosque primordial no se parece a un bosque: remite a la imagen mítica del bosque. Diríase, de primera impresión, un paisaje recién castigado por la tempestad: árboles desgajados, ramas por tierra, troncos inclinados cuya caída se ha visto postergada por objeción de los ramajes vecinos. La lógica pone orden entre los sentidos y la mente se desengaña: los troncos en todos los ángulos posibles, y los yacientes que hay que saltar de trecho en trecho, se descomponen bajo una mullida alfombra de musgo. Llevan seis, siete décadas en el pausado y arduo trance de pudrirse.

Rechina en........

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