Las tripas se estremecen al ver a una persona mayor —cuanto más impedida está, peor— sentada en su silla de ruedas mientras le da el sol de media mañana (o la oscuridad) en una céntrica plaza de la ciudad. Mientras pasa el tiempo, su cuidador —normalmente, cuidadora— está sentado en el banco de al lado tecleando en el wasap de su teléfono móvil sin hacerle ni caso a la persona que tiene a su cargo. Es una situación de indefensión que pasa inadvertida entre los que tienen vocación de ciudadanos de bien. Ciegos.

Hace meses vivía en A Coruña un hombre mayor que había sido un importante empresario en América Latina y amigo del escritor inmortal Jorge Luis Borges. Estaba soltero y no había tenido hijos. En la última etapa de su vida se afincó en la ciudad de cristal, donde su escasa familia —la que se iba a quedar con su fortuna— le había contratado a un muchacho para que lo acompañara por el día y también por la noche. Coincidió que un día, en medio de millones de prendas de moda, se podía visualizar su silla de ruedas. Allí estaba él. Pasivo. Con la vista perdida. Sin importarle lo que pasaba a su alrededor. Como esperando la muerte. A su lado, ese joven acompañante miraba una cazadora de polipiel negra. La escena era dantesca porque ese señor, de gran sensibilidad, no pinta nada en medio de los probadores de última generación. Para él aquel lugar resultaba humillante.

Los viejos al sol

Los viejos al sol

Las tripas se estremecen al ver a una persona mayor —cuanto más impedida está, peor— sentada en su silla de ruedas mientras le da el sol de media mañana (o la oscuridad) en una céntrica plaza de la ciudad. Mientras pasa el tiempo, su cuidador —normalmente, cuidadora— está sentado en el banco de al lado tecleando en el wasap de su........

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