Existe una amargura especial en las oportunidades perdidas, sobre todo cuando nos conducen de regreso a un oscuro pasado que se anhelaba dejar atrás. La primera carta que redactó Alexéi Navalni en agosto pasado, después de que el juez dictara su condena de 19 años por “extremismo” –una cadena perpetua de facto, si sumaba las penas que acumulaba– se tituló “Moi straj i nenavist” (Mi miedo y mi odio). La cara más reconocible de la oposición rusa había regresado a su país en 2021, tras recuperarse en Alemania del intento de asesinato urdido por el FSB, seguramente sin imaginar que, muy poco después, Rusia dedicaría su autoproclamada grandeza a cometer crímenes contra la humanidad en Ucrania, amenazar al mundo con desastres nucleares y deportar ilegalmente a miles de niños.
Putin, con su doctrina de guerra permanente, abrió dos frentes: uno exterior, contra el país vecino, al que negaba su mera existencia, y otro interior, contra los rusos que no apoyaran la invasión. Los escasos resquicios de libertad que aún persistían fueron sepultados en 2022, año en que solo el 0,13% de los juicios celebrados en Rusia........