“I love America, but I don’t like it”, dijo Sinclair Lewis, un escritor y premio nobel estadounidense de los años treinta.
A comienzos de 2016, mi familia recibió un regalo inolvidable: mi madre regresó de un viaje a Estados Unidos y nos trajo un pequeño muñeco acolchado de tela, con una docena de alfileres clavados en su cuerpo, que representaba a Donald Trump. El “muñeco de vudú”, que se vendía como souvenir artesanal en las calles de Nueva Orleans, representaba el ambiente incrédulo que se vivía en ese momento. En nuestra casa se convirtió rápidamente en el chiste de la temporada porque parecía ajustarse a la estatura política del entonces candidato y porque todo el que llegaba se animaba a hundirle los alfileres al muñeco. Con el paso de los meses y el ascenso de Trump, la hilaridad se atenuó: cada uno de sus triunfos era como una aguja clavándose en nuestro propio cuerpo de ideales, la risa pasó a tic nervioso y así se quedó. Fue una lección de madurez.
“El centro ideológico o político no existe”, afirmó George Lakoff en 2016 en su artículo “¿Por qué Trump?”, donde buscaba explicar su ascenso. Ese año horribilis no solo llevó a Trump a la presidencia, sino que sacudió otras elecciones: en Europa, con el Brexit, y en Colombia, con el inesperado triunfo del “NO” en el plebiscito por la paz con las FARC. Lakoff, en lugar de limitarse a señalar con burla a los votantes “poco ilustrados” o de graduar a Trump de fascista, analizó la situación desde su formación en ciencia cognitiva y lingüística en la Universidad de Berkeley.
Según Lakoff, el atractivo de Trump para sus votantes responde a un descontento popular hacia las élites intelectuales y políticas. A pesar de no ser particularmente religioso, Trump resulta atractivo para sectores religiosos que lo ven como un conservador pragmático no alineado con ortodoxias. Sus soluciones de “acción directa” (como construir un muro para frenar la inmigración) ofrecen respuestas simples a problemas complejos. Trump encarna un modelo que da cabida a impulsos e instintos sin medir las consecuencias: lo importante es un deportivo “ganar, ganar, ganar”. En esta lógica, la mentira no es un pecado, sino una herramienta política. Su habilidad frentera de mentirle en la cara a sus oponentes ante millones de espectadores no es vista como un defecto, sino como una virtud, especialmente en quien juega el rol de “padre estricto”, defendiendo la disciplina y la........