Las pequeñas cosas cotidianas ayudan a tomar conciencia de lo grandes que resultan algunas distancias. Creemos, o queremos creer, que una vez hemos saltado sobre los obstáculos más desmedidos, todo estará bien. Pero luego nunca es así. El día a día de la vida no se para por nosotras, ni tiene en cuenta las circunstancias excepcionales que nos rodean. Sigue girando. Hace dos años llegaron a Ourense las primeras personas refugiadas de la guerra de Ucrania. Lo hicieron convencidas de que la estancia no duraría más de un mes, en el peor de los casos, y comenzaron a vivir una vida temporal. Olvidaron que el tiempo no se puede detener para que nos espere.

Alejadas de los bombardeos y los peligros de una guerra comenzaron otras batallas y otros miedos. Hijos e hijas que se van haciendo mayores en un país alejado del suyo. Jóvenes que se verán en la encrucijada de comenzar una vida aquí o seguir esperando un regreso. Menores que entran en una adolescencia ante la mirada de unas madres asustadas. Temen no saber afrontar estos cambios y se debaten en cómo mantener el equilibrio entre el origen y la acogida. Estudiantes que dejaron atrás Universidades que guardan los títulos de graduación que no han podido recoger. Una situación que los arroja a un desesperante limbo sin solución inminente. Familias que desconocen cuándo se volverán a encontrar y que intuyen que se enfrentarán a un muro invisible, que tal vez las separe para siempre. Padres que han entendido que no darán nunca la mano al hijo pequeño que se fue, porque nunca volverá a ser ese niño. Son miedos que caminan al lado de la aparente normalidad. Los daños de las guerras no cesan cuando se sale del territorio en conflicto.

Para sobreponerse en algunas situaciones trágicas es necesario intentar la cotidianidad, aunque sea fingida. Porque vivir en el caos permanente destruye. Por eso incluso en los terribles campos de refugiados, las personas recluidas en ellos intentan buscar una aparente normalidad. No olvidan que es ficticia. Conocen su fragilidad. Lo saben, por ejemplo, las cerca de 80.000 personas sirias que viven en el campo de Za’atari, en el norte de Jordania, desde hace doce años. Porque Siria continúa en guerra desde hace 13 años, aunque lo hayamos olvidado. Esa anómala normalidad es un espejismo necesario para mantener las fuerzas. Para seguir sintiéndose parte de la humanidad, aunque no se lo pongamos fácil. Ese juego de aparente orden tiene doble cara. Por un lado, recuerda la lejanía de la casa y por el otro, ayuda en el engaño de creer que se está en ella. Hay alrededor de 110 millones de personas desplazadas de sus hogares por la fuerza, que asumirán esta farsa. Mientras, los demás seguiremos en nuestra normalidad.

QOSHE - La falsa normalidad - Sonia Torre
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La falsa normalidad

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18.03.2024

Las pequeñas cosas cotidianas ayudan a tomar conciencia de lo grandes que resultan algunas distancias. Creemos, o queremos creer, que una vez hemos saltado sobre los obstáculos más desmedidos, todo estará bien. Pero luego nunca es así. El día a día de la vida no se para por nosotras, ni tiene en cuenta las circunstancias excepcionales que nos rodean. Sigue girando. Hace dos años llegaron a Ourense las primeras personas refugiadas de la guerra de Ucrania. Lo hicieron convencidas de que la estancia no duraría más de un mes, en el peor de los casos, y comenzaron a vivir una vida temporal. Olvidaron que el tiempo no se puede detener para que nos espere.

Alejadas de los........

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