Discursos que pronunció el intelectual marxista Enzo Traverso en la ceremonia de investidura como doctor honoris causa en la Universitat Autònoma de Barcelona el pasado 26 de noviembre de 2024.
Permítanme que empiece expresando el placer y la emoción que siento hoy, en esta misma sala, al recibir este doctorado honoris causa, que es, sin duda, el reconocimiento más importante de mi carrera como historiador. Importante, por supuesto, por el prestigio de la universidad que me lo otorga, pero también por los muchos lazos y afectos que me unen a Barcelona y a Cataluña. Por ello, quiero dar las gracias a Javier Lafuente, rector de la Universitat Autònoma de Barcelona, y a Margarita Freixas, decana de la Facultad de Filosofía y Letras, que hoy me dan la bienvenida, así como a Pere Ysàs y a Francisco Morente, los profesores que propusieron mi candidatura y que acaban de presentarme. Sus palabras me emocionan profundamente.
El tema que he elegido para esta conferencia --la identidad del historiador-- es a la vez sencillo y complejo: sencillo por la pregunta que plantea, y complejo porque la respuesta a tal pregunta no es sencilla en absoluto. Es tan polifacética y cambiante como las configuraciones de un prisma. Por lo tanto, mi respuesta no será más que una primera aproximación, limitada e insatisfactoria por definición. Intentaré formularla volviendo sobre mis pasos, siendo muy consciente de que mi propia trayectoria, singular como la de todos y cada uno de nosotros, no es más que la refracción de tendencias mucho más amplias, que afectan a una época y trascienden a sus actores, aunque no sean más que intelectuales.
Para definir la identidad del historiador, primero hay que ponerse de acuerdo sobre el sentido de las palabras, y hay que decir que el concepto de identidad es extremadamente ambiguo. El filósofo Paul Ricoeur ha intentado analizarlo distinguiendo entre dos formas principales de identidad: por un lado, la identidad como mismidad (en latín idem) y, por otro, la identidad como ipseidad (ipse). La primera forma se refiere a una sustancia, una cosa, y responde a la pregunta de qué somos. Podría definirse como nuestro ADN, ahora fijado en nuestros pasaportes biométricos y a menudo presentado en las series de televisión de detectives, en las que es el ADN el que permite identificar a la víctima y desenmascarar al asesino. El ADN es fijo, inmutable. La segunda es una forma narrativa; se refiere a nuestra manera de estar en el mundo y responde a la pregunta no de qué somos, sino de quiénes somos. Es el resultado de un proceso de construcción que nos sitúa en relación con el tiempo y con los demás. Esta identidad no es ontológica, porque no define a un ser inmutable, sino a un ser en permanente transformación. Tomando prestada una frase de Hannah Arendt, podríamos decir que presupone el infra, una multitud de seres, el pluralismo y la diversidad de las sociedades humanas. El racismo y el etnocentrismo siempre han descrito las culturas, las mentalidades y las formas de vivir, pensar y actuar como esencias, productos de una especie de determinismo biológico. Si, por el contrario, consideramos la identidad como una construcción social y cultural, se convierte en el resultado de un proceso abierto. Nuestras identidades son el producto de nuestras experiencias, nuestras elecciones y nuestra voluntad. La primera identidad es puramente objetiva; la segunda contiene un elemento fundamental de subjetividad. Foucault hablaría de un proceso de subjetivación.
A la luz de esta distinción, la gigantesca empresa de Pierre Nora --los lugares de memoria como colección, conservación y patrimonio del pasado francés-- podría leerse como un monumento erigido en homenaje a una identidad amenazada. Según las palabras del propio Nora, el sentido de esta empresa «es devolver al centro de la historia, al foco radiante de la identidad francesa», un conjunto de elementos que la forjaron --lugares, acontecimientos, objetos, símbolos, textos, imágenes, tradiciones-- y que ahora están amenazados porque su transmisión ha entrado en crisis. En la época de la globalización, esa transmisión ya no es un proceso natural; la tradición se disuelve y las culturas se modifican. La memoria, nos explica Nora, se ve entonces como el receptáculo de una identidad que se ha perdido o que está fallando, o al menos se tambalea. Está bastante claro que esta concepción se ocupa más de la identidad como cosa que de la cultura, de la conciencia y de la subjetividad en mutación. En otras palabras, Nora intenta reducir la memoria a la mismidad, y las transformaciones culturales e identitarias de Francia a una esencia, a las partes --los adornos-- de un monumento. En verdad, la identidad francesa no está amenazada, simplemente ha cambiado, como las identidades nacionales en todo el mundo.
He mencionado a Nora para observar que los historiadores también podrían ser divididos en dos escuelas: por un lado, los que yo llamaría «arqueólogos fundamentalistas» --con todo el respeto por los arqueólogos, que no son necesariamente fundamentalistas--, y por otro lado, los «constructivistas». Los primeros siempre buscan las raíces y miran el pasado como un proceso de exteriorización gradual de una esencia original; los segundos, en contrapartida, están convencidos de que no hay clases sin conciencia de clase y piensan que las naciones son ante todo «comunidades imaginadas». Imaginadas no significa ficticias o inmateriales. La definición de Benedict Anderson sugiere liberar sus historias tanto de la teleología como del determinismo. Hay que decir, sin embargo, que las historiografías europeas se han construido como narrativas nacionales en torno a un paradigma que en Francia se conoce como «novela nacional» (le roman national), pero esta definición se aplica igualmente al casticismo español, a la narrativa épica del Risorgimento italiano, a la mitología völkisch alemana o al relato providencialista de la frontera americana. Por un lado, historiadores que buscan supuestas esencias actuantes en el pasado, el «motor escondido» de la historia, como el espíritu absoluto hegeliano que se desvela en el tiempo; por otro, historiadores interesados en explorar los meandros del infra, para quienes la historia es un proceso abierto, no una narración que debe desplegarse, sino más bien un enigma que hay que resolver. Este pequeño excurso muestra que los historiadores también tienen identidades diferentes. No hay una única manera de escribir la historia: el pasado es un campo magnético en el que se cruzan muchas interpretaciones. Hay diferentes maneras de ser historiador; algunas son, sin duda, mejores que otras, pero no existe un paradigma normativo, como no existe una jerarquía de identidades.
Hoy, recibiendo este gran honor de la Universidad Autónoma de Barcelona, me gustaría hablarles de mi propia identidad como historiador. Una pequeña incursión en la «tecnología del yo». No por el placer narcisista de contar mi vida, sino para intentar arrojar algo de luz, a partir de una trayectoria individual que no es ni pretende ser ejemplar, sobre una serie de cuestiones que atraviesan la identidad de todos los historiadores.
Reflexionando sobre el exilio, Bertolt Brecht describió el pasaporte como «la parte más noble del ser humano» y Hannah Arendt añadió que solamente un pasaporte otorga «el derecho a tener derechos». Es verdad, pero los pasaportes son el espejo de un proceso dialéctico muy complejo que tiene sus propias contradicciones. Históricamente, la noción de identidad siempre ha sido inseparable de la noción de policía, orden y disciplina. Desde principios del siglo XIX, la «revolución identitaria» no fue otra cosa que la implantación de sistemas de control social y de gestión de los movimientos de población. La creación de documentos de identidad surgió de la necesidad de seguir los movimientos de mendigos y vagabundos, cuyo número se multiplicó en la época de la Revolución Industrial, y de hacer el censo de las capas marginales y subversivas de los grandes centros urbanos. Privados de ciudadanía, los emigrantes se vieron a su vez sometidos a leyes destinadas a identificarlos y mantenerlos bajo control. Siguiendo los pasos de Francis Galton, el primero en utilizar las huellas dactilares, y aprovechando la invención de la fotografía, Alphonse Bertillon desarrolló un sistema de fichaje policial basado en fichas antropométricas que, reservado en un principio a los delincuentes reincidentes, se extendió más tarde a los extranjeros en situación irregular o amenazados de deportación. La «revolución identitaria» fue ante todo una técnica de control de los individuos considerados «peligrosos» y, por tanto, «identificados». La represión de las «clases peligrosas» es consustancial a la formación de los Estados nacionales modernos. La nación moderna se construye, por un lado, incorporando a sus ciudadanos a una entidad que trasciende las realidades locales y, por otro, distinguiéndose de otros Estados situados fuera de fronteras estrictamente definidas. Excluidos de la ciudadanía, los inmigrantes son percibidos inevitablemente como un cuerpo extraño que debe ser asimilado o rechazado, según las circunstancias. Los imperios coloniales promulgaron leyes para separar a los ciudadanos de los súbditos colonizados. De ahí la distinción que subraya Foucault entre el salvaje y el bárbaro: el primero debe ser civilizado (es decir, incorporado a la comunidad nacional), mientras que el segundo debe mantenerse a distancia como un enemigo porque cualquier intrusión amenazaría la salud y la integridad del cuerpo nacional. Sus identidades son fijas, vinculadas a la condición territorial y racial. Como nos explicó George L. Mosse, al........