Hubo una época en la que ser un inmigrante significaba riesgo, aventura, incertidumbre, trabajo, gran esfuerzo, finalmente frutos y sustanciosas ganancias. Numerosos fueron los inmigrantes españoles que desembarcaron en Iberoamérica, Argentina, Venezuela, Cuba, donde se forjaron admirables destinos. Principalmente en Cuba, que es el caso que más domino, donde alcanzaron un bienestar quizás ni siquiera imaginado, e inclusive llegaron a amasar fortunas con las que luego lograron (los indianos, por ejemplo) originar una arquitectura que los distinguía como triunfadores. Hasta en la música dejaron imborrables huellas como aquellos hermosísimos cantes de ida y vuelta, además de piezas muy individuales y reveladoras cual diamantes de cincuenta y ocho facetas, me refiero a la canción El emigrante de Juanito de Valderrama. Sí, porque también existió una época en la que las palabras tomaban la forma de sí mismas, y de ninguna manera eran silueteadas hasta apagarles su verdadero sentido por ideologías extremas. El emigrante era sólo un inmigrante cuando llegaba a su destino. Lo de migrante ha venido después, y de eso intentaré hablarme a mí misma y a ustedes mediante esta columna. Migrantes son las aves, de ninguna forma los seres humanos. Las aves migran, los hombres (por cierto, género que engloba a hombres y mujeres) emigran. Los primeros lo hacen por instinto, los segundos debido a urgencias y anhelos.
También con Cuba conocí muy pronto la definición de exiliado, que era aquel «traidor, escoria, gusano», adjetivos impuestos por el régimen de La Habana, para describir a quienes siendo perseguidos en su país........