Algunas semanas, cuando me llega el día de publicar columna el jueves, ya estoy agotada. Si mis niños han dormido mal, y yo con ellos. Si he estado enferma o he recibido malas noticias, me parece, cuando me enfrento a la hoja en blanco, que soy una vieja escribiendo algo que no podrá importarle a nadie más que a alguno de ellos dos, y eso si tengo mucha suerte. A lo Meryl Streep en su carta-testamento de Los Puentes de Madison. Si la semana ha ido mejor, nos hemos dormido varias noches los tres abrazados fuerte, si hemos celebrado que les han tocado cromos de su colección de la Liga que no tenían, hemos cantado canciones todas las mañanas camino al cole o ha venido a cenar con nosotros alguien a quien queremos, me vuelvo consciente de que si Dios quiere y salgo a la mayoría de mis abuelos aún estoy lejos de la mitad de mi vida, de que ya dejo en el mundo lo mejor de lo que era capaz y además me siento con ánimos de alentar a otros a cosas importantes como tener sus propios hijos, vivir enamorado o disfrutar del bien, la verdad y la belleza.
A veces incluso he tenido tiempo de ir a hacerme la manicura, he leído a un compañero profesor —y a estas alturas, creo que amigo—, celebrar una pregunta de una alumna de veintipocos años sobre un libro que a priori no era fácil que........