Me manejo poco por esos lares, los de Instagram et al., y, cuando lo hago, lo tomo, abnegada, como una carga anexa al cargo. Las tres redes sociales en las que tengo cuenta —y mis dispositivos de confianza recuerdan la contraseña— se convierten para mí en lugar de peregrinaje mendicante durante los días que publico algún artículo. Endiablada sociedad en la que no sólo producimos, sino que además debemos exponer la mercancía en el escaparate como charcutería fina. Salvando las distancias, imaginen a Corpus Barga o a González Ruano saliendo a vender periódicos por los cafés tras escribir su columna.
No capta mi interés el resto de bondades de la aplicación. Ni siquiera para el noble oficio de mirón. La boomer que no soy prefiere a estas alturas desconocer gente a seguir añadiendo fechas de cumpleaños en la agenda.
Por lo visto, los chavales, los adolescentes, los panas, se piden el Instagram en lugar del teléfono. Desde luego, para el asunto amatorio, la estrategia sigue una lógica posmoderna impecable. Se elimina de un plumazo la incertidumbre, el esfuerzo y la necesidad de redaños. Puesto que la minita elegida —previo estudio minucioso del contenido fotográfico— habrá usado convenientemente su cuenta personal como feria de ganado........