Cada año, a medida que nos acercamos a la convulsiva fecha que, para todos los que la vivimos, supuso el 20 de noviembre de 1975, me ocurre un poco lo que a Marcel Proust en su libro “En busca del tiempo perdido”. Recuerdo con todo tipo de detalles aquel 20 de noviembre en Madrid, evoco a la gente caminando por las calles con una contenida satisfacción, rememoro la compra masiva de champagne que se produjo en todo el país -en Catalonia de burbujeante cava– tras la noticia oficial de que el jefe de Estado, Francisco Franco Bahamonde, apodado por sí mismo “Generalísimo” e invicto “caudillo”, había por fin fallecido.
Fue una noche interminable, una madrugada de gloria que nos despertó a todos con el inesperado júbilo de una muerte largamente esperada, un amanecer expectante en el que muchos no podían dar crédito a lo que estaba pasando. Eran muchos los que esperaban que, tras esta muerte, se produciría por fin la recuperación de todos los derechos humanos que la dictadura nos tenía secuestrados desde el golpe de Estado de 1936.
Recuerdo como la muerte del dictador fue el inicio de una explosión de movilizaciones ciudadanas en cadena que llenaron las calles con ansias de democracia y libertad. En aquellos días de júbilo que siguieron al 20 de noviembre de 1975, nadie esperaba que los herederos del dictador........