Simone Signoret, cine y conciencia crítica
Hace tiempo que falleció Simone Kam/nker, conocida como Simone Signoret (Wiesbaden, Alemania, 1921-Auteuil-Authouillet, 1985), actriz de primer orden y mujer comprometida con la izquierda y el pueblo a lo largo de una vida que contó en una inolvidable autobiografía, La nostalgia ya no es la que era (La nostalgie n’est plus ce qu’elle […]
Hace 20 años que falleció Simone Kam/nker, conocida como Simone Signoret (Wiesbaden, Alemania, 1921-Auteuil-Authouillet, 1985), actriz de primer orden y mujer comprometida con la izquierda y el pueblo a lo largo de una vida que contó en una inolvidable autobiografía, La nostalgia ya no es la que era (La nostalgie n’est plus ce qu’elle était Ed. Seuil, Paris, 1 971; hay una traducción castellana en Argos-Vergara, 1983), que fue un éxito y del que reproducimos varios fragmentos que hemos estimado de interés. Actualmente parece bastante olvidada, tanto es así que en las necrológicas que se ofrecieron con ocasión de su muerte (después de largo y doloroso cáncer), no se mencionan varios de sus títulos clásicos más importantes (1).
Simone cuenta. «Nací (…) una tarde de marzo de 1941 en un asiento del Café de Flore»… El primer encuentro decisivo, en efecto, de una vida que ni el medio familiar burgués, ni la educación clásica recibida en Neully parecían destinar al escenario, fue a la edad de veinte años con cálidos amigos procedentes del famoso grupo Octubre en el que trabajaban tanto trotskistas como surrealistas y anarquistas. Gracias a estos, obtuvo durante la Ocupación -y a pesar de su ascendencia semi judía que la obligó a cambiar de nombre, algunos papeles de figurante en una decena de películas, entre ellas Les visiteurs du soir (Marcel Carné, 1942) y Adieu…Léonard! (Jacques Prévert, 1943).
El segundo encuentro fue con un activista del grupo Octubre, Yves Allégret (hermano del también realizador Marc), cuando éste aún era un joven realizador novel con el que compartió su vida durante seis años y que le dio sus primeros papeles importantes, en Les démons de l’aube (1946) con la que comenzó a ser conocida, más tarde los de Dedée de Ambares (1948), la obra más reconocida de su autor que cuenta la historia de una muchacha de marineros, apática y fatalista) y Manéges (1950, la esposa calculadora y amoral de Bernard Blier); se casó con Ives al que atribuye el papel de secretario de Trotsky cuando éste paraba en Barbizón, una fantasía o un «pegote» desmentido por Jean Van Heijenoort en sus memorias, de lo que no hay duda es que fue militante entonces. Ambos tuvieron una hija, Catherine Allégret, actriz efímera que se mantuvo al lado de su madre hasta el final.
A los treinta años, la Signoret parecía condenada a interpretar papeles de prostitutas y muchachas ligeras y esta imagen fue la que explotó Max Ophuls en La ronda (una extraordinaria adaptación de la célebre obra de Arthur Schnitzler ), o que alejó con ternura Jacques Becker en una de las mejores obras del cine francés: París, bajos fondos (1952), en la que Simone Signoret, estremecida de amor en medios propios del anarquismo francés de finales del siglo XIX, de vida y de nobleza, junto a Serge Reggiani, realizó la creación más bella de su carrera.
(Mientras tanto tuvo su tercer encuentro decisivo, el del cantante y actor Yves Montand, con el que se casó en 1951 y que sería su compañero en el activismo político hasta el final, aunque en los ochenta, Montand, después de una trayectoria que le llevó a ser el actor «fetiche» del cine político de autores como Costa-Gravas,se «convirtió» en un miserable neoliberal junto con su amigo Jorge Semprún, un episodio que merece un artículo aparte).
Después del papel principal de la película de Marcel Carné: Teresa Raquin (1953), una adaptación de la novela de Emile Zola que no se estrenó en España hasta principios de los años sesenta; después ofreció una caracterización muy «negra» en una de sus películas más celebradas Las diabólicas de Clouzot (1955), un verdadero clásico «noir» del que Holywood realizaría un patético «remake». Más tarde rodó en México La muerte en este jardín (FR-MEX, 1956), una de las obras menos valoradas de Buñuel pero que habría que revisar.
Por este misma época, Simone debutó en el teatro junto a Montand en la obra antimacartista de Arthur Miller Las brujas de Salem (1954-55) que obtuvo un gran triunfo y que adaptaron para la pantalla en 1957, en los mismos estudios de Berlín Este donde el año anterior interpretó la prostituta francesa en una versión filmada por Wolfang Staudte de la obra de Brecht Mutter Courage und ihre kinder, desgraciadamente sin acabar. De sus estudios secundarios Simone conservó excelentes conocimientos del inglés (interpretó Macbeth en Londres en 1966, frente a Alee Guiness, experiencia de la que se arrepentirá como se puede ver más abajo), de lo sería muestra la traducción al francés la obra de Lillian Hellman, The Little Foxes, La loba según la versión de William Wyler interpretada por Bette Davis, y que Sinome llevó a teatro.
En 1958, interpretó el papel de Alice Aisgill, la mujer de mundo mal casada de Un lugar en la cumbre (Room at the Top, de Jack Clayton), uno de los títulos más emblemáticos del «free cinema» que le permitió obtener el Osear a pesar de que no podía viajar a los EEUU donde era tachada de «comunista». Estuvo notable como mujer que envejecía en Los malos golpes (François Leterrier, 1960)…
Fueron más que notables sus dos incursiones sobre tema de la Resistencia, en El día y la hora ( Le jour et l’heure 1963), una de las mejores del irregular René climent y en la que encarna como burguesa que despierta a la conciencia política; El ejército de las sombras ( L’armée des ombres, 1969), obra intensa y sombría de Jean-Pierre Melville, ambas figuran entre las mejores y más ajustadas sobre la lucha antinazi en Francia. Por cierto, según cuenta Simona fue Melville quien le regaló Memorias de un revolucionario, de Victor Serge, que pasó a ser «su libro de cabecera».
Entre 1965 a 1968 interpretó varios papeles importantes en los Estados Unidos, tales como El barco de los locos ( Stanley. Kramer, 1965), en la que establecía un cierto duelo con una Vivien Leigh que falleció poco después; Games ( Curtis Harrington, 1966), en compañía de James Caan , Katharine Ross; Llamada para un muerto (The Seagull, 1968) imponente adaptación de una obra de John le Carré por Sydney Lumet…
De regreso a Francia se dedicó cada vez más a películas de «amistad y de convicción» que eligió con gran rigor. De La confesión (Costa-Gavras, 1970) sobre las purgas estalinianas que marcó su distanciamiento con el PCF con el que mantenido una relación de amistosa «compañera de ruta» no exenta de contradicciones (denunció la represión de la revolución húngara de 1956). No es por casualidad que Sinome reconocía sus influencias anarcotrotskistas de juventud, y cuenta en sus memorias que cuando un periodista yanqui le preguntó si conocía a algún norteamericano, respondió, Sí, a Rosenberg, y a una pregunta similar en la URSS, la respuesta fue «Sí, a León Trorsky».
De esta época datan también Judith Therpauve (P. Chéreau, 1978), un alegato por la libertad de prensa, pasando por la exploración de un imaginario popular alienado, que es Dura jornada para la reina (1973), una joya feminista de René Ayillo, un autor injustamente tratado, todo un itinerario que da muestras de su nivel de exigencia. Hay que citar también L’américaín (Marcel Bozzuffi, 1969), una bella película poco conocida sobre la amistad y fidelidad a los ideales; El gato (P. Granier-Deferre, 1971), que la enfrentó por primera vez a Jean Gabin en una ajustada adaptación de la obra homónima de Georges Simenon que sobresale por las interpretaciones; La vie devant soi (Moshe Mizrahi, 1977), en la que su Madame Rosa -¡de nuevo una prostituta!- llena de humanidad y ternura le reportó un César.
Aparte de ( a nostalgia ya no es lo que era , Simone escribió una segunda parte, Le lendemain, elle était souriante (1979), mucho menos reconocida y una novela ( Adiós, Volodia (1985), que obtuvo el resonante aplauso de la crítica.
Desde los tiempos de la Resistencia, la Signoret fue una simpatizante activa del PCF, al que identifica por un gran número de hombres y mujeres anónimos que creían en una causa y con los vendía L´Humanité en los mercados cuando se lo pedían. actriz no militó nunca en un partido político, pero, al lado de Montand, defendió hasta los años sesenta a la Unión Soviética, justo hasta cayó Kruschev al que apreciaban por su denuncia de los crímenes de Stalin y por sus talante más abierto. A raíz de la ocupación de Checoslovaquia, Simone Signoret se convirtió en una crítica combativa, encabezando escritos y manifestaciones en favor de la liberación de disidentes soviéticos…Tomó parte en las jornadas del 68, en manifestaciones contra la guerra del Vietnam y se mostró siempre dispuesta a participar en manifestaciones antifranquistas, la última con ocasión de los fusilamientos de 1975. El escritor Marek Halter declaró sobre ella: «estuvo a mi lado cuando lancé la campaña a favor de las locas de la plaza de Mayo, y todos los jueves, bajo la lluvia, con frío o con sol, se manifestaba delante de la Embajada argentina.
Nota
1/ En este olvido tiene no poco que ver el hecho de que en los medios de distribución dominantes (sea en la pantalla pequeña sea en formato DVD), la hegemonía norteamericana es asfixiante, muy superior a la que pudo ser en otras épocas; también tiene que ver el deterioro de la cultura cinematográfica, justamente cuando ahora existen más medios de conocimiento que nunca…
Fragmentos de La nostalgia ya no es lo que era
1. Los comunistas. E l Manifiesto de Estocolmo «e ra un texto pacifista, hecho por el Consejo Mundial de la Paz, que exigía la prohibición de armas nucleares. Había comunistas, pero también no comunistas. Pastores, curas, burgueses, obreros e intelectuales. Era un gran No a la bomba atómica. Cuando la gente se negaba a firmarlo se les preguntaba: «¿Entonces usted está a favor de la bomba atómica?». No se atrevían a contestar «Sí»; contestaban que ellos no hacían política…, mentían, ya que estaban haciendo política al no querer ponerse en contra de los americanos, los únicos que en aquella época tenían la bomba y la habían utilizado. Era difícil que dijeran «¡Ah! ¡a mí me gusta!» mirando las fotos de Hiroshima, y también era difícil dejar de firmar el Manifiesto. Le Fígaro hizo una encuesta a las gentes que habían firmado el Manifiesto (…) Hubo contestaciones sorprendentes. Las del llorado Maurice Chevalier, que decía más o menos: «No lo había leído, lo firmé sin querer. Si lo hubiese leído no lo hubiese firmado…» Fernandel lo firmó y dijo que lo había hecho para que «el cámara estuviera contento». Fue François Périer quien dio la contestación más bonita, más inteligente y más digna. «Me dice usted que el Manifiesto tiene claras influencias comunistas. Yo no me planteé la pregunta. Lo leí y me pareció un texto muy inteligente e interesante. Yo soy cristiano, y hubiese preferido que viniera del Vaticano, desgraciadamente no fue el Vaticano el que me pidió la firma.»
¿Le Fígaro los entrevistó?
S.S. -No.
¿Eran ustedes comunistas?
S.S. -No. Estábamos de acuerdo con el Partido en muchas cosas. Prácticamente en todo. Pero nunca pertenecimos, ni Montand ni yo, al Partido Comunista.
¿Por qué creyó todo el mundo que ustedes eran del Partido?
S.S. -Era una época en que enviar un mentís a un periódico que te «trataba» de comunista -pongo comillas a propósito- era como si quisieras disculparte frente a una acusación. No considerábamos que el ser comunistas fuera un delito.
Los comunistas que conocí durante la guerra, por aquel entonces yo no sabía que lo eran, eran gente a la que yo respetaba mucho. En 1950, mientras América hacía la guerra en Corea, nosotros la hacíamos en el Vietnam, quiero decir en Indochina, en Tonkín. El marino comunista Henri Martin estaba en la cárcel por haberse negado a apuntar con los cañones de su barco en una dirección que no era la misma por la cual se había enrolado como voluntario en 1944… Ya no era el Japón. La militante comunista Raymonde Dien, de diecinueve años, se tumbó sobre los raíles de la vía del tren para impedir que saliera un convoy cargado de armas, en la estación de Saint-Nazaire. En esta misma época en las manifestaciones del Barrio Latino, eran los comunistas, la CGT y los estudiantes de la UNEF los que se llevaban los golpes. Viejas palabras como rebeldes, mercenarios, imperio colonial, leyes facinerosas, el pan de los trabajadores, el oro de Moscú, volvían a estar de moda, según el tipo de prensa que se leyera.
Desde mi contacto con el Flore había vivido dentro de un ambiente llamado de «izquierdas» y me encontraba muy a gusto en él. Pero no había tenido contacto con lo que se llama la clase obrera. Solamente la conocía por lo que leía y por lo que me contaban de ella. Yo era lo que la gente llama «una intelectual de izquierdas» con todo lo que comporta de ridículo y, a la vez, también, de generoso. Curiosamente, mi encuentro con Montand fue mi primera incursión en el mundo obrero, en lo que guarda el mundo del trabajo, en el proletariado, para no decir el subproletariado, de gente de buena fe fueron engañados, utilizados, mistificados, hasta el punto de desconfiar de sus reacciones más naturales, juzgándolas subversivas y antirrevolucionarias. Hay muchos libros que cuentan eso, existen otros que cuentan las amarguras y las penas. Son libros de antiguos militantes que lo perdieron todo cuando perdieron la fe. Nosotros caímos de muy alto en 1956, con el informe «atribuido a Kruschev».
Bueno, Stalin para mí no era «el padrecito bueno». Me habían quedado malas costumbres de mis frecuentaciones anarco-floreo-trotskistas. Lo........
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