Isaac Deutscher, toda una historia crítica

Ignazio Silone cuenta que una vez dijo jocosamente a Togliatti, el líder comunista italiano: “La lucha final será entre los comunistas y los ex-comunistas”. Hay en esa broma una amarga gota de verdad. En las escaramuzas de propaganda contra la U.R.S.S. y el comunismo, los ex-comunistas o los ex-compañeros de viaje son los tiradores más activos. Con la displicencia que le distingue de Silone, Arthur Koestler hace una observación similar: “A todos los comodones insulares anticomunistas anglosajones os pasa lo mismo. Odiáis nuestros lamentos de Casandra y os resentís de tenernos por aliados; pero, en fin de cuentas, nosotros, los ex-comunistas, somos las únicas personas de vuestro bando que saben de qué se trata”.

El ex-comunista es el enfant terrible de la política contemporánea. Aflora en los lugares y los rincones más singulares. Nos aborda y nos obliga a escucharle en Berlín, para contar la historia de su “batalla de Stalingrado”, librada allí, en Berlín, contra Stalin. Se le puede encontrar junto a de Gaulle: nada menos que André Malraux, el autor de La condición humana. En el más extraño proceso político de los Estados Unidos, los ex-comunistas han apuntado con el dedo, durante meses, a Alger Hiss. Otra ex-comunista, Ruth Fischer, denuncia a su hermano, Gerhart Eisler, y echa en cara a los británicos que no le entregasen a los Estados Unidos. Un ex-trotskista, James Burnham flagela a los hombres de negocios norteamericanos por su verdadera o supuesta falta de conciencia de clase capitalista, y esboza un programa de acción para nada menos que la derrota universal del comunismo. Y, ahora, seis escritores –Koestler, Silone, André Gide, Louis Fischer, Richard Wright y Stephen Spender– se reúnen para exhibir y destruir al Dios caído.

La “legión” de los ex-comunistas no marcha en estrecha formación. Está desperdigada y ofrece un espectro amplio y prolongado. Sus miembros se parecen mucho los unos a los otros, pero también difieren. Tienen rasgos comunes y características individuales. Todos han abandonado un ejército y un campamento: algunos como objetores de conciencia, algunos como desertores, y otros como merodeadores. Unos cuantos se aferran serenamente a sus objeciones de conciencia, mientras que otros reclaman vociferantemente comisiones en un ejército al que se han opuesto de un modo encarnizado. Todos ellos llevan sobre sí pedazos y andrajos del antiguo uniforme, complementados con los más fantásticos y sorprendentes trapos nuevos. Y todos llevan dentro de sí sus comunes resentimientos y sus reminiscencias individuales.

Algunos se unieron al partido en un cierto momento y otros en un momento distinto; la fecha de su incorporación es de gran interés para comprender sus experiencias ulteriores. Por ejemplo, aquellos que entraron en el partido en los años veinte llegaron a un movimiento en el que el idealismo revolucionario encontraba muchas oportunidades. La estructura del partido era todavía fluida; no había entrado aún en el molde totalitario. La integridad intelectual se valoraba aún en un comunista; aún no se había rendido al bien de la raison d’état de Moscú. Los que se unieron al partido en la década de 1930 comenzaron su experiencia a un nivel mucho más bajo. Desde el principio fueron manipulados como reclutas en los cuarteles del partido por los sargentos mayores del partido.

Esa diferencia es significativa para la cualidad de las reminiscencias de los ex-comunistas. Silone, que se unió al partido en 1921, recuerda su primer contacto con verdadero entusiasmo; sus recuerdos transmiten plenamente la excitación intelectual y el entusiasmo moral que latían en aquellos tempranos días. Los recuerdos de Koestler y Spender, que llegaron al partido después de 1930, revelan la completa esterilidad moral e intelectual de su primer contacto. Silone y sus camaradas se ocuparon intensamente de ideas fundamentales, antes y después de ser absorbidos por los afanes del deber cotidiano. En la historia de Koestler, su encuadramiento y cometido en el partido dejan desde el primer momento en la sombra toda cuestión de ideal y convicción personal. El comunista de primera hora era un revolucionario antes de convertirse, o de que se supusiese que debía convertirse, en una marioneta. El comunista de alistamiento tardío apenas tuvo la oportunidad de respirar el genuino aire de la revolución.

No obstante, los motivos originarios para su incorporación al partido fueron similares, si no idénticos, en casi todos los casos: la experiencia de la injusticia o de la degradación social; el sentimiento de inseguridad fomentado por crisis sociales o económicas; y el anhelo de un gran ideal u objetivo, o de una guía intelectual digna de confianza, para moverse en el difícil laberinto de la sociedad moderna. Los neófitos del comunismo sentían que las miserias del viejo orden capitalista eran insoportables; y la luz brillante de la revolución rusa iluminaba con una extraordinaria nitidez aquellas miserias.

El socialismo, la sociedad sin clases, la desaparición del estado: todo eso parecía a la vuelta de la esquina. Pocos neófitos sospechaban la sangre, el sudor y las lágrimas que vendrían más tarde. El intelectual convertido al comunismo parecía a sus propios ojos un nuevo Prometeo, excepto que no estaba encadenado a la roca por la ira de Júpiter.

“A partir de aquel momento [así recuerda ahora Koestler su propio estado de ánimo en aquellos días] nada podía perturbar la serenidad y la paz interior del converso, a no ser el miedo ocasional a perder de nuevo la fe…”

Nuestro ex-comunista denuncia ahora amargamente la traición de sus esperanzas. Y le parece que tal cosa casi no ha tenido precedentes. No obstante, cuando describe con elocuencia sus primeras esperanzas e ilusiones, detectamos un tono extrañamente familiar. Exactamente de la misma manera rememoraban el desilusionado Wordsworth y sus contemporáneos sus primeros entusiasmos juveniles por la revolución francesa:

Bliss was it in that dawn to be alive,
But to be young was very heaven!
[1]

El comunista intelectual que se aparta emocionalmente de su partido puede pretender para sí una noble ascendencia. Beethoven hizo pedazos la primera página de su Heroica, en la que había puesto la dedicatoria de su sinfonía a Napoleón, tan pronto como supo que el primer cónsul se disponía a subir a un trono. Wordsworth llamó a la coronación de Napoleón “un triste revés para toda la humanidad”. En toda Europa los entusiastas de la revolución francesa quedaron aturdidos al descubrir que el corso liberador de los pueblos y enemigo de los tiranos era a su vez un tirano y un opresor.

Del mismo modo, los Wordsworth de nuestros días se disgustaron al ver a Stalin fraternizar con Hitler y Ribbentrop. Aunque en nuestros días no se habían creado nuevas Heroicas, las páginas con dedicatorias de sinfonías no escritas fueron rotas igualmente con grandes alardes.

En The God that Failed, Louis Fischer trata de explicar, con unos ciertos aires de remordimiento y no muy convincentemente, por qué se adhirió tanto tiempo al culto de Stalin. Analiza la variedad de motivos, unos de acción lenta y otros de acción rápida, que determinan el momento en que la persona se recobra de su apasionamiento por el stalinismo. La fuerza de la desilusión europea ante Napoleón fue casi igualmente irregular y caprichosa. Un gran poeta italiano, Ugo Foscolo, que habla sido soldado de Napoleón y había compuesto una Oda a Bonaparte, el liberador, se revolvió contra su ídolo........

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