Al margen del cine que trata al anarquismo con arreglo al arquetipo del terrorismo, podemos encontrar, incluso en el cine más comercial de Hollywood, huellas de lo que podríamos considerar un discurso libertario. Lo hallamos tanto en los personajes rebeldes contra el orden establecido o luchadores por causas justas, como en películas que denuncian injusticias y opresiones o apuestan por la libertad.

En la muy compleja relación entre el cine y el anarquismo seguramente la primera dificultad consiste en identificar un cine que se atenga a la definición de anarquista. No obstante, las huellas de un cine anarquista son muchas, y especialmente abundantes en determinado cine norteamericano que puntual y parcialmente realiza apologías del individualismo solidario que rechaza la autoridad, y que se implica en un combate en nombre de una concepción extrema de la libertad contra algunos poderes establecidos.

Fuera de estas excepciones, el discurso dominante de Hollywood sobre el anarquismo se centra básicamente en su estereotipo terrorista, claramente visible sin ir más lejos en el cine cómico mudo. Por ejemplo, en el genial Buster Keaton, baste citar el caso Cops (1925) sobre la que Porton escribió: «Buster Keaton tiene un paradójico doble filo: la película participa de la demonización habitual del terrorismo anarquista y al mismo tiempo permite que el ingenioso Buster perturbe, sin darse cuenta, la paz de un desfile al que asiste toda una legión de policías y de acartonados dignatarios» (2001, p. 26), perturbación digamos congénita en muchas de sus películas, algunas de las cuales –se me ocurre en particular Seven Chances (Siete ocasiones, 1925)– acaban poniendo todas las convenciones bocabajo. De hecho, esta «anarquía» es bastante consustancial con la mejor comedia, incluyendo las también clásicas de, por ejemplo, Howard Hawks (La fiera de mi niña, La novia era él), otro conservador de doble filo y, por supuesto, del mejor Charles Chaplin de tantos cortos enloquecidos (en los que no falta tampoco la figura del nihilista o anarquista barbudo que, involuntariamente, acaba de desencadenar la desestructuración de un orden repelente), por no hablar de sus obras más geniales y lúcidas como Modern times (Tiempos modernos, 1935), disfrutada por generaciones de obreros rebeldes a la automatización que, como los infelices protagonistas, sueñan con un horizonte de libertad.

Estos mismos criterios son extensibles, aunque ahora desde una vertiente todavía más surrealista, a las películas más salvajes de los Hermanos Marx, pero también en la «abuelita Capra», que contaba cuentos deliciosos y en nada inocentes, algunos tan anarquistas como You can’t it With you (Vive como quieras, 1935), en la que se describe una familia, la de Martin Vanderhof (extraordinario Lionel Barrymore), cuya amplitud la convierte de hecho en una auténtica comuna, un espacio en el que se admiten todo tipo de actividades (ninguna de ellas guiadas por el afán de lucro, ya que el desprecio al dinero es el criterio que más les une), en donde no se pagan impuestos porque no creen en el gobierno, y donde oponen sus excentricidades a las tentativas de acaparar el monopolio de la venta de armas de Mr. Kirby (Edward Arnold), el magnate que quiere comprarles su casa a cualquier precio en aras de sus ambiciones inmobiliarias, y que acaba provocando la muerte de su competidor por infarto. La comuna es de hecho una isla utópica opuesta al capitalismo salvaje, aunque al final, como si tuviera que pagar un peaje por haber llevado sus ambiciones demasiado lejos, Capra se ve obligado a imponer un increíble happy end en el que el poderoso (Edward Arnold) resulta milagrosamente convertido, e integrado a la familia, cuando en la realidad estas cosas siempre suelen ser muy distintas. Al final, todo resulta bastante ligtht y asimilable, sin embargo, no deja de proclamar verdades como puños y de respirar un aire creativo y crítico, seguramente el máximo de «radicalismo» posible en el marco del cine comercial norteamericano.

Igualmente se detecta un poderoso sentimiento libertario en algunos de las grandes aportaciones del género de aventuras, y creo que esto resulta evidente en el caso concreto de The flame and the arrow (El halcón y la flecha, 1950), una historia revolucionaria situada en una Lombardía medieval oprimida por los señores, y donde la revuelta de los campesinos obliga al chico (Dardo, Burt Lancaster), a evolucionar desde el individualismo («Yo no dependo de nadie»), hacia una aceptación de la acción colectiva, y proclamar: «Un hombre no puede vivir solo para sí». Escrita por el comunista represaliado Waldo Salt a partir del modelo de Robín Hood (un rebelde que al final acaba aceptando un «rey bueno»), con una inolvidable fotografía de Ernest Haller, es justamente considerada como una de las obras maestras de su realizador Jacques Tourneur. Es un cine de aventuras con mayores ribetes de los tradicionales, contiene una madura reflexión sobre el dilema entre reforma (encarnada por el marqués Alessandro cuyos objetivos son parciales) y la revolución, esta enérgicamente animada por aquella pareja de insumisos saltimbanquis formada por Burt Lancaster y Nick Cravat, que le confieren un dinamismo admirable. Se trata de una de esas películas de culto, y en la que la atracción de su contenido utópico resulta evidente. Bajo un formato comercial se nos invita a soñar la liberación.

Se ha dicho muchas veces que los piratas fueron en cierto modo los anarquistas de los mares –y no en vano hay una coincidencia en la bandera negra, la de la negación, expresión emblemática donde las haya del espíritu de revuelta–. Hoy se sabe que su historia inicial existía un sustrato subversivo, posiblemente alimentado por levas de revolucionarios frustrados, como fueron los que derrocaron a Carlos II e impusieron la República de Oliver Cromwell. Pero al margen de la verdad histórica, lo cierto es que, primero la literatura y luego el cine, le dieron un sentido romántico y liberador que quedaría expresado en no pocas películas, entre las que creo resulta sumamente representativa The Crimson Pirate (El temible burlón, 1952), inicialmente escrita por el mismo Walt Salt, pero que fue eliminado de los títulos de crédito cuando fue denunciado por su antiguo compañero Bud Schulberg durante la «caza de brujas», y fue rescrita por el propio protagonista, Burt Lancaster, ya convertido en una estrella, y que intervino activamente en el guion de la película en la que volvería a trabajar interpretando el papel del pirata Vallo junto a su compañero de circo Nick Cravat. Vallo es un pirata que solo busca el beneficio, pero acaba liderando una revolución que derroca a los poderosos y corruptos. Contada en tono festivo y satírico, tanto las clases dominantes como las normas sociales más tradicionales resultan debidamente vapuleadas para regocijo de la platea.

Un capítulo aparte lo forman algunas de las adaptaciones de las obras de Julio Verne, todo un referente como lo pueden ser otros novelistas igualmente «cómplices» de cierto anarquismo como Octavio Mirbeau (el del Diario de una camarera, con versiones de Renoir y Buñuel), George Darien (El ladrón, adaptada por Louis Malle, que también confiere un cierto aire anarcoide a su ¡Viva Maria!), o algunas de Vasco Patrolini como Metello, que merecen análisis aparte.

A mi juicio se puede hablar de un anarquismo implícito en algunos alegatos por la libertad y la dignidad de los presos en títulos ya clásicos del subgénero carcelario, una cuestión sobre la que el anarquismo se ha mostrado especialmente sensible y que ha utilizado tantas veces como una metáfora del poder. Este subgénero forma parte de la mejor tradición «liberal» norteamericana como una variante del thriller que es, por excelencia, el género en el que pueden encontrarse más expresiones anticapitalistas, donde se pueden encontrar metáforas más incisivas contra un sistema cuyas normas están basadas en el crimen y la corrupción. Entre las que insisten más claramente en ciertos elementos subversivos –de entrada la negación rotunda del sistema carcelario, así como en la denuncia de la corrupción de las autoridades–, cabe registrar en primer lugar I am a fugitive from a Chain Gang (Soy un fugitivo, 1932), verdadera obra maestra de Mervyn LeRoy que se basaba en la novela autobiográfica de Robert E. Burn, con una interpretación impresionante de Paul Muni. Fue la primera denuncia del sistema judicial y penal norteamericano, con una descripción impresionante de los trabajos forzados, y una visión de la lucha de clases en las prisiones y en la que la película toma claramente partido por los perseguidos.

Otro intenso alegato anticarcelario es Brute forcé (1947), una de las películas más logradas del black liste Jules Dassin con guion de Richard Brooks, y en la que, de alguna manera, la lucha de los presos contra las autoridades carcelarias recuerdan la lucha contra el fascismo, representado por una «fuerza bruta» autoritaria, ante la cual la única opción es escapar. La libertad, tarea por la que los presos acaban formando un colectivo al frente del cual sobresale un enérgico e indignado Burt Lancaster, un actor inconformista de procedencia obrera, que se crio en los sótanos de una sede de los IWW y que estaba estrechamente ligado a los movimientos por los derechos civiles. En una línea próxima se encuentran aportaciones tan celebradas como Cool hand luke (La leyenda del indomable, 1967), que fue financiada por la compañía productora de Jack Lemmon, y dirigida por el debutante Stuart Rosenberg que mostraría su interés por el tema con Brubaker (1980).

Entre los grandes clásicos de Hollywood, quizás sea el contradictorio King Vidor (1894-1982), autor de numerosas obras maestras y marcado por un acendrado individualismo, con el que ocasionalmente el anarquismo ha tenido una afinidad puntual, imposible en la mayoría de sus títulos. Dicha afinidad resulta patente en The big parade (El gran desfile, 1924), un hermoso canto contra la guerra que habla de las razones del pacifismo en un tono lírico en el que todo aparece a través de las vivencias personales de un hombre convertido en soldado en contra de su voluntad (John Gilbert). Se manifiesta igualmente en The crowd (Y el mundo marcha, 1928), crónica social que evoca la angustia de un desempleado que busca una salida individualista desligándose de su clase social, sin conseguirlo. Está considerada como la primera creación cinematográfica del antihéroe urbano moderno, con un proletario perdedor, amargado y solitario que se ve obligado a desafiar el mundo; su influencia resulta notoria en Aurora de esperanza, donde la desesperación del individuo encuentra una salida en la agitación social y en la revolución.

La siguiente crónica social de King Vidor es la célebre Our Daily bread (El pan nuestro de cada día, 1934), fue un auténtico éxito en la España republicana, y fue recomendada con entusiasmo desde la prensa de la CNT. El protagonista de esta película, John, un obrero parado, recibe por herencia unas tierras baldías que es incapaz de sacar adelante junto a su compañera, por lo que opta por buscar la cooperación con otros trabajadores en paro, labradores, mecánicos, fontaneros, etc. En un momento dado, todos actúan coercitivamente contra posibles compradores ociosos en una subasta, una trasgresión del concepto de propiedad nada usual en el cine de Vidor, y que supone una única referencia precisa a la lucha de clases. La solidaridad se expresa cuando un fuera de la ley se entrega para que los 500 dólares de recompensa libre al colectivo de pasar hambre. Al final, el liderazgo de John entra en crisis, hasta que la acción colectiva vuelve a imponerse mediante una épica construcción de un canal gracias al cual los cooperativistas salvan la cosecha. Verdadero canto al trabajo considerado como un intercambio de esfuerzos y habilidades, como una permuta de los frutos, todo como parte de una concepción fraternal, vale decir libertaria del mundo. Es una película estrechamente emparentada con los grandes clásicos del cine ruso, por más que la intencionalidad del autor no fuera ir más allá de un canto al espíritu del New Deal, por lo que la crítica conservadora lo trató de «rojillo», y El times de Los Ángeles no quiso publicar un anuncio de la película por considerarla «extremista». Sin embargo, si la hubiera producido la CNT durante la guerra sería considerada como un clásico del cine anarquista.

Muchísimo más discutible es «el anarquismo de derechas» que se destila en The Fountainhead (El manantial, 1949), adaptación de la novela de la escritora rusa afincada en Estados Unidos, Ayn Rand, cuyo éxito efímero fue seguido del mayor desprestigio, y de cuyas teorías Vidor extrajo su propio provecho artístico. Estaba convencido que «Toda inspiración, toda vida procede de Dios, sin que necesitemos instituciones o canales oficiales». Sin embargo, en la trama hay dos elementos diferentes, una historia amorosa de un alto vuelo lírico (aumentado por la historia que en aquel momento vivían sus protagonistas, Gary Cooper y Patricia Neal), y una historia en la que un arquitecto antepone su aliento creativo a cualquier otra consideración, enfrentándose así a una sociedad descrita como una congregación de mediocres, idea expresada por el protagonista en los siguientes términos: «Para hacer una cosa bien, debes amar esa cosa, no a la gente. Mi razón y mi vida es el trabajo mismo. Mi trabajo hecho a mi manera». Por supuesto, en la película, los trabajadores que hacen realidad sus proyectos no tienen mayor entidad que los decorados. Lejos, pues, quedan aquellos parados que aportaban su oficio y su singularidad a una actividad tan creativa como necesaria. Estamos ya en plena Guerra Fría, y lo que sobresale es el discurso individualista agresivo y elitista de la escritora.

Igualmente se puede detectar una veta libertaria en otro destacado cineasta norteamericano, John Huston (1906-1987), concretamente en The Treasure of the Sierra Madre (El tesoro de Sierra Madre, 1948), sin duda la mejor adaptación cinematográfica de B. Traven, un autor de mítica y confesa filiación anarquista. En la película, la fiebre del oro, la codicia y afán de enriquecimiento deslumbra a unos desgraciados y acaba provocando su ruina moral, mientras que la comunidad indígena aparece como una forma de vida alternativa. Sin duda esta película nos remite a otras obras maestras, como Avaricia de Eric von Stroheim, otra célebre adaptación de una obra de Frank Norris.

Aunque en una onda más lírica, también se puede vislumbrar un cierto espíritu libertario en The Misfits (Vidas rebeldes, 1961). Basada en un guion escrito por Arthur Miller, uno de los «liberales» de izquierdas más íntegros de la literatura norteamericana, narra los esfuerzos de unos rebeldes (Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, lo que convierte a la película en una suerte de testamento) que se niegan a entrar en el juego del sistema establecido para aferrarse a unas formas de vida opuestas al llamado «sueño americano», y optan por la vida libre y no por el enriquecimiento. También se podía hablar de A Walk with love and death (Paseo por el amor y la muerte, 1969), en la que sus protagonistas huyen de las guerras religiosas para buscar una utopía. La lista se podía ampliar, por ejemplo, con títulos que abogan por el derecho a la pereza, y por formas de vida opuestas a la jerarquía y la competitividad.

Una atención especial merece el alegato contra la prepotencia tecnológica Lonely are the Brave (Los valientes andan solos, 1962), un neowestern que ya me pareció un alegato de evidente carácter anarquista cuando la vi siendo un adolescente, antes de leer la confirmación de la tesis en el Porton (2001, p. 185). Su autor, Edward Abbey, cuenta con una obra que se ha convertido en una referencia básica para la militancia ecologista del lejano Oeste, en particular para el grupo Earth First!, que extrajo su inspiración de la novela The Monkey Wrench Gang. La película fue una modesta producción de la Bryna, la productora de Kirk Douglas que se entusiasmó con la novela. Douglas sería el responsable central de la película, que considera entre sus favoritas. Encargó el guion al más famoso de los guionistas víctimas de la Caza de Brujas, Dalton Trumbo, al que había ayudado a liberarse de la «lista negra» con Espartaco, y con el que volvió a trabajar en un extraño y memorable western, El último atardecer. Trumbo escribió uno de sus guiones más logrados. Detrás de la cámara se situó David Miller, otro black liste, que llevó a cabo su mejor realización en un conjunto que destila convicción. La historia tiene un claro sentido metafórico, que intenta incluir al propio cine y su encanto perdido, su fascinación por las grandes llanuras a través del jinete que vive a su manera. Un veterano cowboy (Kirk Douglas) que no acepta que el territorio esté controlado por las alambradas decide visitar en Alburquerque a una pareja de viejos amigos (Michael Pate y Gena Rowlands, con la que se vislumbra una complicidad amorosa), recorriendo la distancia a caballo. Comprueba a su llegada que su amigo ha sido detenido por ayudar a pasar la frontera a emigrantes mejicanos y, por verle, se hace detener provocando una pelea que le cuesta una buena paliza y el odio de un policía corrupto (George Kennedy). Una vez en la cárcel, planea una fuga, pero su compañero, atado por el matrimonio ya no lo quiere seguir, por lo que decide hacerlo por su cuenta y a caballo. Será perseguido por el sardónico juez del condado (Walter Matthau), que admira la audacia con la que el vaquero burla toda la tecnología policial y que –como un trasunto del espectador–, en el fondo, quiere que consiga alcanzar una vida libre. Cuando está a punto de conseguirlo, su caballo se asusta ante un camión, y ambos acaban atropellados. Todo funciona a la perfección, y hasta el habitualmente excesivo Kirk Douglas está contenido y ajustado.

Indudablemente, la lista es muy subjetiva, y podría recortarla o ampliarla desde otros puntos de vista, y desde otras memorias, pero la mía se agota aquí, y si acaso quisiera añadir algo, mencionaría algunos detalles más poco conocidos, como la aparición de un personaje de intelectual errante que se pone al lado de los indios y los renegados en Pampa salvaje (EE. UU.-España-Argentina, 1968), remake de un clásico patrio que el argentino Hugo Fregonese realizó para Samuel Bronston, con un decadente Robert Taylor. En el momento más memorable de la película, el personaje es acusado por las tropas de transportar armas para los insurrectos en una maleta; cuando le obligan a abrir la maleta, muestra su «dinamita»: se trata de libros anarquistas.

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Cine y anarquismo. Unas notas

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18.03.2024

Al margen del cine que trata al anarquismo con arreglo al arquetipo del terrorismo, podemos encontrar, incluso en el cine más comercial de Hollywood, huellas de lo que podríamos considerar un discurso libertario. Lo hallamos tanto en los personajes rebeldes contra el orden establecido o luchadores por causas justas, como en películas que denuncian injusticias y opresiones o apuestan por la libertad.

En la muy compleja relación entre el cine y el anarquismo seguramente la primera dificultad consiste en identificar un cine que se atenga a la definición de anarquista. No obstante, las huellas de un cine anarquista son muchas, y especialmente abundantes en determinado cine norteamericano que puntual y parcialmente realiza apologías del individualismo solidario que rechaza la autoridad, y que se implica en un combate en nombre de una concepción extrema de la libertad contra algunos poderes establecidos.

Fuera de estas excepciones, el discurso dominante de Hollywood sobre el anarquismo se centra básicamente en su estereotipo terrorista, claramente visible sin ir más lejos en el cine cómico mudo. Por ejemplo, en el genial Buster Keaton, baste citar el caso Cops (1925) sobre la que Porton escribió: «Buster Keaton tiene un paradójico doble filo: la película participa de la demonización habitual del terrorismo anarquista y al mismo tiempo permite que el ingenioso Buster perturbe, sin darse cuenta, la paz de un desfile al que asiste toda una legión de policías y de acartonados dignatarios» (2001, p. 26), perturbación digamos congénita en muchas de sus películas, algunas de las cuales –se me ocurre en particular Seven Chances (Siete ocasiones, 1925)– acaban poniendo todas las convenciones bocabajo. De hecho, esta «anarquía» es bastante consustancial con la mejor comedia, incluyendo las también clásicas de, por ejemplo, Howard Hawks (La fiera de mi niña, La novia era él), otro conservador de doble filo y, por supuesto, del mejor Charles Chaplin de tantos cortos enloquecidos (en los que no falta tampoco la figura del nihilista o anarquista barbudo que, involuntariamente, acaba de desencadenar la desestructuración de un orden repelente), por no hablar de sus obras más geniales y lúcidas como Modern times (Tiempos modernos, 1935), disfrutada por generaciones de obreros rebeldes a la automatización que, como los infelices protagonistas, sueñan con un horizonte de libertad.

Estos mismos criterios son extensibles, aunque ahora desde una vertiente todavía más surrealista, a las películas más salvajes de los Hermanos Marx, pero también en la «abuelita Capra», que contaba cuentos deliciosos y en nada inocentes, algunos tan anarquistas como You can’t it With you (Vive como quieras, 1935), en la que se describe una familia, la de Martin Vanderhof (extraordinario Lionel Barrymore), cuya amplitud la convierte de hecho en una auténtica comuna, un espacio en el que se admiten todo tipo de actividades (ninguna de ellas guiadas por el afán de lucro, ya que el desprecio al dinero es el criterio que más les une), en donde no se pagan impuestos porque no creen en el gobierno, y donde oponen sus excentricidades a las tentativas de acaparar el monopolio de la venta de armas de Mr. Kirby (Edward Arnold), el magnate que quiere comprarles su casa a cualquier precio en aras de sus ambiciones inmobiliarias, y que acaba provocando la muerte de su competidor por infarto. La comuna es de hecho una isla utópica opuesta al capitalismo salvaje, aunque al final, como si tuviera que pagar un peaje por haber llevado sus ambiciones demasiado lejos, Capra se ve obligado a imponer un increíble happy end en el que el poderoso (Edward Arnold) resulta milagrosamente convertido, e integrado a la familia, cuando en la realidad estas cosas siempre suelen ser muy distintas. Al final, todo resulta bastante ligtht y asimilable, sin embargo, no deja de proclamar verdades como puños y de respirar un aire creativo y crítico, seguramente el máximo de «radicalismo» posible en el marco del cine comercial norteamericano.

Igualmente se detecta un poderoso sentimiento libertario en algunos de las grandes aportaciones del género de aventuras, y creo que esto resulta evidente en el caso concreto de The flame and the arrow (El halcón y la flecha, 1950), una historia revolucionaria situada en una Lombardía medieval oprimida por los señores, y donde la revuelta de los campesinos obliga al chico (Dardo, Burt Lancaster), a evolucionar desde el individualismo («Yo no dependo de nadie»), hacia una aceptación de la acción colectiva, y proclamar: «Un hombre no puede vivir solo para sí». Escrita por el comunista represaliado Waldo Salt a partir del modelo de Robín Hood (un........

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