Viejos y nuevos fascismos (1ª y 2ª parte)

Este discurso de la ultraderecha no tiene piedad; por el contrario, muestra abiertamente para qué está: para seguir beneficiando a una minúscula élite y evitar cualquier intento de cambio por parte de las grandes mayorías. Lo patético es que se ha metido tanto en la gente que muchas personas -sin más propiedad que su fuerza de trabajo- han sido tan hábilmente manejadas que vitorean alegres este corrimiento al neofascismo, sin saber bien qué está apoyando.

Por Marcelo Colussi*

“La única izquierda buena es la de Messi, lo demás es todo descartable.”

Javier Milei

El fascismo clásico

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, en 1945, con el triunfo de los Aliados (y el apoyo de prácticamente la totalidad de países del mundo, que entraron en la contienda casi como una formalidad cuando la suerte de los derrotados ya estaba echada), pareció que el pensamiento fascista se extinguía. Más de medio siglo después puede constatarse que no es así. Posiciones de ultraderecha van solidificándose en distintas regiones del mundo.

Si nos atenemos a la clasificación clásica en términos políticos que viene marcando el ritmo desde el advenimiento del mundo moderno capitalista, surgido en la Europa dieciochesca, el panorama se divide en “derecha” e “izquierda”. Muy a grandes rasgos podría decirse que la primera es conservadora, promueve y defiende el sistema establecido, en tanto la segunda tiene un carácter contestatario, anticapitalista. Por supuesto, esta es una definición muy amplia, pues en ambas categorías encontramos un sinnúmero de matices. En las izquierdas hay un abanico muy amplio, que va desde las socialdemocracias (reformismos superficiales que no atacan los cimientos del capitalismo), pasando por luchas sindicales, movimientos sociales, luchas campesinas, partidos comunistas satélites de Moscú (durante la existencia de la Unión Soviética) para llegar a propuestas de lucha armada (guerrillas). En la derecha, que también presenta matices, la situación está más clara: todas sus expresiones defienden a capa y espada al sistema (apelando a lo que sea necesario para mantenerlo), por lo que, en ese sentido, son siempre conservadoras. Pero existe un planteo de “ultraderecha”. Eso es lo que permitió hablar de fascismo y/o nazismo o falangismo en la década del 30 del siglo pasado, procesos que se dieron en Europa. Y hoy, casi 100 años después, con otras características, parecieran repetirse.

¿Qué es la ultraderecha? Una visión extrema, o extremista, de la ideología conservadora. Es decir: una defensa sin crítica alguna del sistema capitalista (como es toda posición de derecha), con un acento en ideas supremacistas, de superioridad, siempre construyendo a un “otro” como enemigo.

En el desarrollo del fascismo que podríamos llamar “clásico”, el enemigo resultaba ser el socialismo, la clase obrera industrial en ascenso con sus sindicatos combativos y el referente de la primera revolución socialista exitosa, la rusa de 1917. Tal como lo expresa Enzo Traverso:

“[Una] diferencia significativa entre el fascismo clásico y el pos-fascismo radica en la posición de las élites globales. En la década de 1930, el miedo al comunismo empujó a las élites a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado varios historiadores, estos dictadores ciertamente se beneficiaron de los muchos “errores de cálculo” cometidos por los estadistas y los partidos conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución Rusa y la depresión mundial, en medio de una República de Weimar que se derrumba, las élites económicas, militares y políticas de Alemania no habrían permitido que Hitler tomara el poder.” (Traverso: 2018)

Ese fascismo/nazismo intentó disciplinar al proletariado en sus propios países, sometiéndolo, tratando de borrar toda referencia al socialismo. En el caso de Alemania, las élites económicas buscaron, a través de ese personaje tan singular que fue Adolf Hitler, un simple cabo austríaco devenido comandante supremo del país germano, el Führer (¿con afecciones psicopatológicas, además de su criptorquidia, y un presunto origen judío trasformado en un visceral odio antisemita?), recuperar el terreno perdido con la Primera Guerra Mundial, saliendo a conquistar el mundo luego de la humillación del Tratado de Versailles, donde el país perdió el 13% de su territorio y una décima parte de su población.

Kodak, Bayer, Coca Cola, Nestlé, IBM, BMW, Volkswagen entre otras, financiaron y apoyaron al régimen nazi antes y durante la Segunda Guerra Mundial con la complicidad de los países aliados” (Brenman: 2021),

nos informa Darío Brenman, mostrando los entretelones de la Segunda Guerra Mundial.

Junto a lo que se cocinaba en Alemania, las grandes potencias capitalistas, empezando por Estados Unidos, vieron en ese accionar belicista del nazismo teutón la posibilidad de avanzar y destruir el experimento bolchevique; de ahí que, en un primer momento de la Segunda Guerra Mundial, poderosos capitales estadounidenses (Ford, General Motors, Chase National Bank) apoyaron y financiaron el ataque alemán sobre la Unión Soviética. Posteriormente, Alemania se convirtió en el gran enemigo de la “democracia” capitalista noratlántica. Como lo da a entender Traverso en el texto recién citado, una “locura” como la del nazismo -y en menor medida la del fascismo italiano o la del falangismo ultra católico español, más cercano a la Inquisición medieval que a planteos modernos industrializados- resultó funcional al sistema capitalista, con su afiebrada prédica anticomunista, poniendo el acento en valores hiper conservadores.

Si algo destaca en estas formulaciones de la pre-guerra es un fundamentalismo extremo, basado siempre en el desprecio supremacista de alguna otredad: los comunistas, los gitanos, los homosexuales, los judíos, los ateos. Por cierto que a quienes trazan la arquitectura del mundo -los grandes capitales, nunca las masas trabajadoras- esas “locuras” político-culturales les son favorables. Lo importante es que se mantengan “los negocios”, y los planteos nazi-fascistas sin la menor duda los ayudan a mantener. Otra cosa es la idea supremacista: raza superior, desprecio del otro. En todo caso esas expresiones, a veces bastante delirantes, eugenésicas (¿qué disparate es eso de plantear una “raza superior”?), pueden ayudar a mantener inalterable -o hacer crecer incluso- la tasa de ganancia capitalista.

No debe olvidarse nunca que en los campos de concentración y exterminio del nazismo, la población allí sometida era obligada a trabajar -gratis, como esclavos, solo por una magra ración de comida, con extenuantes jornadas de hasta 12 horas, laborando bajo latigazos- para la maquinaria bélica germana y para muchas de sus grandes empresas: las industrias Krupp, el complejo químico IG Farben o el gigante Siemens. ¿Quién dijo que con el capitalismo había terminado el esclavismo?

El desprecio por el otro

En el resurgir del neofascismo que se va viendo en estos últimos años, entrado el siglo XXI, el enemigo a vencer no deja de ser un otro “preocupante”, impresentable, demonizado. Siempre -tendencia humana, llevada a un grado supremo por el capitalismo que comienza a globalizarse desde el “descubrimiento” de América- puede existir ese otro distinto que termina siendo enemigo. La noción de superioridad en relación a alguien considerado inferior, minorizado en una supuesta escala humana, es algo que recorre nuestra historia como especie, al menos desde que existen sociedades estratificadas en clases sociales. El capitalismo naciente necesitó expandir esa noción al máximo, para justificar la expoliación infinita que los “hombres blancos” realizaban con las civilizaciones “primitivas” de todo el orbe, a las que sometieron en forma inmisericorde.

Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas. ¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?” (Sepúlveda: 1993)

pudo decir en el siglo XVI Juan Ginés de Sepúlveda, cronista español refiriéndose al proceso “civilizatorio” que impulsaba el reino español para “beneficio” de estas “razas inferiores”. Del mismo modo, tres siglos después, en el XIX, siempre en la misma lógica, el presidente del Consejo de Ministros de Francia -gran potencia colonial, que mantiene ese estatus entrado el siglo XXI-, Jules Ferry, sin la más mínima vergüenza expresó que “Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores.

Debe hacerse notar que esa idea supremacista está hondamente instalada en quienes dominan el mundo; es decir: en el capitalismo más avanzado, de tradición europea (blancos) y, posteriormente, estadounidense. Ese supremacismo puede llevar -o, mejor dicho: lleva siempre, invariablemente- a posiciones absurdas, rayanas en lo ridículo. Por ejemplo, en 1883, cuando la erupción del volcán Krakatoa en Indonesia -por ese entonces colonia holandesa- produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. Hoy día, siglo XXI, las cosas no cambiaron sustancialmente. El supremacismo y la abominable idea eugenésica de “razas superiores” se sigue manteniendo: en Estados Unidos mucha gente se refería a la pandemia de Covid-19 como “el virus chino”, por lo que no faltaron agresiones y discriminaciones contra población con rasgos asiáticos en cualquier parte del orbe, considerados “sucios”, naturalmente “infectados” y portadores de desgracias, mientras se “cazan” migrantes latinoamericanos en la frontera con México como si fueran animales, y en el Mediterráneo, guardacostas europeos dejan ahogarse a población africana que intenta llegar al “paraíso” europeo en precarias embarcaciones porque no son “gente como uno”, tal como sí son los refugiados ucranianos, blancos, rubios y de ojos celestes, según algunos se expresaron sin ninguna vergüenza por medios masivos de comunicación cuando llegaron contingentes de ese país huyendo de la guerra con Rusia a partir de 2022.

En esa lógica discriminatoria (¿se creerá de verdad en lo de “razas superiores”?), un alto funcionario de la Unión Europea como el “socialista” (sic) Joseph Borrell (¡la socialdemocracia no es socialista!) se permitió decir, en pleno siglo XXI, que el “Viejo Mundo” es un “jardín florido”, en tanto los otros países serían “la jungla”. Y más aún: el ex presidente de la gran potencia norteamericana, Donald Trump, refiriéndose a las regiones de donde salen cantidades industriales de desesperados migrantes con rumbo al presunto “sueño americano”, les llamó “países de mierda”. Es de remarcarse la diferencia sideral que media entre cualquiera de estas expresiones -similares en el tiempo: siglo XVI o XXI- de una visión capitalista, y otra que provenga de la ética comunista, dada en este caso por el presidente de la República Popular China, Xi Jinping: “Ninguna civilización es perfecta en el planeta. Tampoco está desprovista de méritos. Ninguna civilización puede juzgarse superior a otra.

Desde que existen sociedades divididas en clases, los amos dominantes (faraón, emperador, gran jefe, rey, sumo sacerdote, señor feudal, mandarín, empresario, banquero o la figura que sea) siempre se han manejado con desprecio hacia los dominados. En tal caso: siempre hay un superior y otro inferior. He ahí una dialéctica humana; los animales, cualquiera sea, no se mueven con estos criterios de poder y superioridad: el macho alfa dominante es el más fuerte físicamente, pero no ejerce poder despótico, no hay vanagloria por “poseer más” (un Ferrari o un reloj Rolex), no hay desprecio por el más débil. Si puede haber “países de mierda”, y consecuentemente “mejores” y “peores”, ciudadanos plenos y ciudadanos de segunda, “triunfadores” y “perdedores”, ello se da por los intrincados vericuetos de la dinámica social, por una historia de opresiones y luchas liberadoras, por un absurdo insostenible, pero que es el que sostiene las sociedades actuales. De ahí que la perspectiva de un mundo sin esas trabas, sin esas jerarquías (¿acaso vale más quien tiene un Ferrari o un reloj de oro?) es concebible: eso es el socialismo, o más aún, su fase superior, la sociedad sin clases, el comunismo.

Decir, como lo hizo la Dama de Hierro, la ex Primera Ministra británica Margaret Thatcher, que “la sociedad no existe. No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias”, no solo es una expresión ideológica formulada desde la más visceral posición individualista, sino también -quizá lo más importante- una monumental barrabasada en términos de ciencias sociales. Somos lo que somos producto de la vida social, que es siempre histórica y supraindividual. Como dijo el presidente chino, no hay “perfecciones” a la vista; nadie es tan “superior” ni nadie está desprovisto de positividades.

¿Qué sostiene esta actitud fascista? Un profundo desprecio por el otro -siempre tiene que haber un chivo expiatorio, un enemigo-, un visceral aborrecimiento de las nociones de igualdad, de solidaridad y camaradería, una entronización del darwinismo social (sobrevivencia del más fuerte: léase en este caso, de los “triunfadores”, que se siente con más derechos sobre los “inferiores”). El modo de producción capitalista siempre se ubicó en este ideario, pero las visiones nazi-fascistas surgidas en la década del 30 del siglo pasado llevaron eso a niveles demenciales. Como ya se expresó, estas locuras militaristas de Alemania, Italia y España -país este último donde la Legión Cóndor alemana, secundada por algunos aviones de la Aviación Legionaria del Duce Benito Mussolini, practicaron matanzas colectivas en el pueblo vasco de Guernica, símbolo de la resistencia republicana- tenían como objetivo el aniquilamiento de todo lo que significase socialismo, propuesta popular, gobierno de los pobres.

Estos fascismos, propios de comienzos del siglo XX cuando las ideas socialistas comenzaban a soplar por el mundo, y no solo por Europa, tenían un enemigo claro: la clase obrera revolucionaria y sus organizaciones políticas y sindicales en ascenso, combativas, claramente anticapitalistas. El “demonio” a vencer por ese entonces, para la clase dominante, tenía cara de Carlos Marx. Hoy, casi un siglo después, ese “peligro” ha cambiado de fisonomía. El enemigo a vencer por la élite mundial (en todos los países capitalistas por igual) sigue siendo cualquier intento desestabilizador de ese mundo. Pero aunque el capitalismo sigue siendo esencialmente lo mismo -basado en la explotación de la clase trabajadora, productora de plusvalía, que termina siendo apropiada por la clase propietaria de los medios de producción- la arquitectura global ha cambiado mucho. El mundo de la post guerra de 1945, cuando fue vencido militarmente el nazi-fascismo a manos de los Aliados, ya no es el mismo; al contrario, se han producido muy profundas mutaciones.

Los nuevos fascismos

Desde hace algún tiempo, digamos una o dos décadas en lo que va del siglo XXI, han ido apareciendo fuerzas políticas en distintas partes del mundo que giran hacia una derecha cada vez más extrema, con posiciones que recuerdan el nazi-fascismo de la década del 30 del pasado siglo. Aclaramos desde un inicio que no se incluyen en esa categoría actual las sangrientas dictaduras que asolaron al África y a Latinoamérica en el siglo pasado (Idi Amín, Jorge Ubico, Augusto Pinochet, Jean-Bédel Bokassa, Jorge Videla, Anastasio Somoza, Robert Mugabe, etc.) que sin dudas fueron propuestas de derecha radical (sanguinarias, visceralmente anticomunistas), pero que no tuvieron las características de los actuales neofascismos, así como se descarta utilizar el término “populismo”, que por tan amplio, se torna confuso. Del mismo modo, no entran en el análisis planteos que, para la academia y la corporación mediática occidental, se consideran “autoritarismos” (Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Nayib Bukele en El Salvador), porque no tienen las características de planteos neonazis. Podrían incluirse allí, en todo caso, mandatarios como el israelí Benjamín Netanyahu, más cercano a un planteo neonazi que los arriba citados), o las petromonarquías de Medio Oriente (¿y los parásitos monarcas europeos?). De todos modos, no caerán bajo nuestro análisis ni “populismos” ni “autoritarismos”. Nos concentramos en el renacer del fascismo/nazismo.

Es sabido que el discurso académico-mediático actual ha reemplazado la anterior dicotomía “capitalismo-socialismo”, o “derecha-izquierda”, por esta nueva falacia de “democracia-autoritarismo”. Dejemos claro desde un inicio del análisis que no adscribimos al manoseado concepto de “democracia” en el marco del capitalismo -como supuesto bien superior, como forma política superadora de cualquier otra- porque eso encierra una perversa y peligrosísima mentira. Esas “democracias de mercado” (siendo el modo supremo Estados Unidos) son la cara política de la explotación capitalista, donde supuestamente la alternancia de administraciones en el Poder Ejecutivo representa la voluntad popular. Esa presunta democracia -gobierno del pueblo- da para todo; en su nombre, por ejemplo, potencias capitalistas de Occidente (Estados Unidos y Unión Europea) financian grupos abiertamente nazis (con esvásticas llevadas orgullosamente) en su guerra actual contra Rusia, representando la supuesta libertad que habría que defender en Ucrania.

Valga decir al respecto de estas democracias, para no perdernos en el análisis, que los actuales planteos supremacistas de ultraderecha, se dan todos en el marco de esa democracia burguesa, parlamentaria. La gente, con voto popular, elige a estos dirigentes neofascistas, quizá sin saber lo que están eligiendo. Por tanto, abominamos esa democracia, llamada representativa. En ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD- en el 2004 en países de Latinoamérica donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de Naciones Unidas, el ghanés Kofi Annan (“La solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia”), ello debe abrir un debate genuino sobre el porqué la población votante lo expresa así. Democracia formal sin soluciones económicas no sirve, no es democracia. Años después, en el 2022, la encuestadora CID-Gallup realizó una investigación similar en doce países de la región, encontrando resultados análogos: la media de conformidad con la democracia como solución a los problemas cotidianos no supera el 50%. Debe entenderse en ese contexto que ahí “democracia” es sinónimo de acto electoral, y no más que eso. Por eso a las poblaciones, ese ritual repetido cada tanto tiempo no le soluciona sus problemas más acuciantes; de ahí estos resultados de las encuestas. La dicotomía real del mundo sigue siendo “capitalismo-socialismo”. En otros términos: la lucha de clases, y no otra cosa, es la que continúa dinamizando la historia humana.

Los esquemas de ultraderecha a que hacemos referencia, lo que será objeto de estudio en este ensayo, mantienen discursos supremacistas, racistas, xenófobos, patriarcales y homofóbicos, negando la catástrofe ecológica en curso, defendiendo a ultranza el mercado con un odio visceral contra el Estado y la cosa pública, poniendo un marcado énfasis en las salidas privatistas, llamando a reducir impuestos a la clase propietaria y aboliendo todos los derechos sociales conseguidos en años de lucha popular, permitiéndose atacar también a fuerzas de derecha tradicional que no ponen -al menos, según su criterio- suficiente empeño en el ataque a lo que ven como la principal amenaza a la estabilidad del sistema: los planteos socialistas. Es obvio que los actuales pensamientos neonazis son extremistas, fundamentalistas; por tanto, muy proclives a ver fantasmas allí donde no los hay. Un ultraderechista como el Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, pudo decir muy campamente que uno de los enemigos a enfrentar para estos planteos extremos que él encarna, son “los judíos de Wall Street”. ¿Se lo podrá tomar seriamente? Si a mediados del siglo XIX Marx y Engels escribieron que el fantasma que recorría Europa era el del comunismo, hoy, parafraseando esa formulación histórica, podría decirse que ese fantasma -que está recorriendo los cinco continentes- es el anticomunismo.

Para que estemos ciertos en el objeto de nuestro estudio y no llamarnos a confusiones, vamos a hablar de este amplio arco que une gente como Donald Trump en Estados Unidos; Jair Bolsonaro en Brasil; Narendra Modi en India; Rodrigo Duterte en Filipinas; Viktor Orbán en Hungría; Giorgia Meloni en Italia; Javier Milei en Argentina; Manuel Fernández Ordóñez y Santiago Abascal en el católico y hereditario reino borbónico de España; el pinochetista José Antonio Katz de Chile; Marine Le Pen en Francia; el ministro israelí de Asuntos de la Diáspora de Israel y de la lucha contra el Antisemitismo Amichai Chikli; el conservador Geert Wilders en Holanda; las iglesias neopentecostales fundamentalistas que, con más de 660 millones de miembros y sucursales en prácticamente todos los países del orbe, están siempre alineadas con las posiciones más conservadoras de extrema derecha, creciendo continuamente en su feligresía; la Red Atlas Network, que cuenta con más de 600 sólidos grupos diseminados en todo el mundo; el economista británico Eamon Butler, director del Adam Smith Institute, de Gran Bretaña; la Fundación para el Avance de la Libertad, con sede en Madrid, España; el Lithuanian Free Market Insitute, con sede en Vilnius, Lituania; la Free Market Foundation, con sede en Johannesburgo, Sudáfrica; la Conferencia Política de Acción Conservadora, con sede en Maryland, Estados Unidos; la Heritage Foundation, de Washington, ciudad donde también tiene su sede otro tanque de pensamiento ultra reaccionario como el Instituto Catón; la Fundación Disenso, de la capital española; el Instituto Gatestone, de Nueva York; la Plataforma Libertad y Democracia, que reúne personajes de ultraderecha en Latinoamérica, buscando “combatir con las consecuencias de la izquierda en la región”; la Fundación Pensar, con sede en Buenos Aires, Argentina, y un largo etcétera que nuclea a más de 600 centros de estudio y fundaciones de la extrema derecha, diseminados por buena parte del planeta, con propuestas ultra capitalistas rayanas muchas veces en el neonazismo.

¿El socialismo no funcionó? En todo caso, nos hallamos ante una exageración........

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