En el siglo XVIII, si uno es el dueño de un palacio, no puede iluminar los espaciosos salones solo con las velas que lucen en las arañas de techo, que se suben y bajan a diario con un sistema de poleas (y de sumisos criados). Se añaden candeleros y velones sobre consolas o mesillas y la luz se multiplica por reverberación, al combinar juegos de grandes espejos inclinados y cornucopias. Con el alumbrado por gas, si bien esos elementos reflectantes son ociosos, perduran porque persiste su asociación con los usos aristocráticos. No son funcionales para la iluminación, pero sí para exhibir riqueza o poderío.
‘Kitsch’
Este y otros fenómenos explica con lucidez Carmen Abad en un sobresaliente libro (’Lujos de comodidad’, Trea, 2013). Describe, entre otras cosas hoy ignoradas, usos sobrevenidos de objetos que son reasignados a fines impropios. ¿Qué hace una cornucopia en el recibidor de una casa burguesa dotada de electricidad? El afán de figurar y la ignorancia (o ambos) producen asociaciones banales o de mal gusto. Así nace lo ‘kitsch’, voz que en origen alude a la chapucería por falta de jerarquización estética y moral. Lo ‘kitsch’ yuxtapone, por exhibicionismo, objetos incoherentes. Para el neomarxista Th.........