Era la primera mitad del año 1988 y comenzaba a ejercitarme como fiscal recién escudillado en la Fiscalía Provincial de Tarragona. En el escalafón andaba acomodado en los últimos lugares y me correspondía viajar a los sitios más recónditos de la provincia.
Ese día tocaban juicios en Tortosa, donde por entonces los juzgados se ubicaban en un edificio vetusto y desvencijado del casco antiguo. Cuando ocupabas sus desportilladas salas no era fácil ahuyentar el temor a que el techo cayera sobre tu cabeza… de hecho el caserón fue asolado pocos años después por una plaga de termitas.
Me correspondía intervenir en unos cuantos juicios penales. Se trataba de los denominados ‘monitorios’, procedimiento que el legislador se había sacado de la manga años antes y al Tribunal Constitucional le costó nada menos que ocho decretar una inconstitucionalidad palmaria, pues en tales procesos era el propio juez instructor quien sentenciaba. Era el turno de un procedimiento por delito contra el patrimonio y al otro lado del estrado se sentó un letrado ya veterano, hombre correcto y mesurado, muy del estilo de la curia tortosí de esos tiempos,… muy de la ‘vieja escuela’.
Intuyo que no andaba muy seguro de la solidez........