Una cosa es tener libros; otra muy distinta, poseerlos. Yo, que en casa tengo, los poseo. Son íntimamente míos, que es mucho más que haberlos adquirido. La posesión de que hablo trasciende al hecho de haberlos comprado o, como un regalo, haberlos obtenido.

Tengo la necesidad imperiosa de ir, en momentos concretos, en su búsqueda; de sentir también que los preservo como si los seres vivos que en ellos veo necesitaran también de mí.

Con frecuencia pienso en el curso que tomarán –algunos, conmigo desde la infancia o la adolescencia– cuando ya no esté, y ya no me acompañen, y no los acompañe. La idea imprecisa me asusta, como si desamparara a quienes me han servido; como si dejarlos en manos indiferentes me pidiera cuentas.

No son los libros como el resto de las pertenencias. Ellos son, para quienes los valoran, como la persona misma. Los de cabecera son el corazón. Pueden haber atestiguado momentos únicos que, por serlos, no se olvidan. Pueden haber sido paño, alivio o solución; distracción oportuna, sugerencia sagaz que viene de otras vidas, no por literarias menos efectivas.

Los otros, los que una vez se leyeron y se quieren conservar, los de consulta, los que guardan alguna dedicatoria que estremeció –las dedicatorias merecen líneas aparte– son el resto del cuerpo; pero todos conforman el espíritu de quien se ha hecho cobijar por sus almas de papel, durante toda la vida.

Hay libros que guardan los ojos asombrados del lector que en sus páginas se halló un día. Algunos archivan lágrimas, confesiones, la historia inolvidable de la Historia que hizo definirse al lector, la que lo colocó en el bando de luz o de tinieblas en que vamos los humanos.

Los libros saben cuando son amados, cuando, habiéndoseles debido mucho, forman parte de esas primeras cosas que echaríamos al bolso si un día nos alejamos del lugar donde hemos vivido. Los creo capaces de recordar el momento en que se fundieron para siempre con el lector que los poseyó. Me niego a creer que el papel anduviera desentendido ante semejante acto de amor, que no tengan alma. Algo mágico pasa entre ellos y el lector, y cuando ante sus páginas nos agitamos, ellos saben que iremos otra vez a su reencuentro, como se regresa adonde se ha sido feliz.

Por eso comprendo tanto –como tal vez no imagina– a Olguita, la lectora de nuestras páginas que, a sus más de 80 años, quiso hacernos llegar sus recortes literarios más queridos, los que –como tampoco a sus libros– quiere dejar en manos de quien no los valore como es debido.

No pasa así con otros bienes que, incluso si no se guardan en registros oficiales, sabemos, al seguro, que no les faltarán herederos. Debo pensar muy bien en quién gozará, tras de mí, la fortuna de mis libros, dichosos, gastados, poseídos en más de una entrega, lo mismo en las hondas noches que al sol del amanecer.

QOSHE - La fortuna de mis libros - Madeleine Sautié
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La fortuna de mis libros

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05.06.2023

Una cosa es tener libros; otra muy distinta, poseerlos. Yo, que en casa tengo, los poseo. Son íntimamente míos, que es mucho más que haberlos adquirido. La posesión de que hablo trasciende al hecho de haberlos comprado o, como un regalo, haberlos obtenido.

Tengo la necesidad imperiosa de ir, en momentos concretos, en su búsqueda; de sentir también que los preservo como si los seres vivos que en ellos veo necesitaran también de mí.

Con frecuencia pienso en el curso que tomarán –algunos, conmigo desde la infancia o la adolescencia– cuando ya no esté, y ya no me acompañen, y no los acompañe. La idea imprecisa me asusta, como si desamparara a quienes me han servido; como si dejarlos en manos........

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