En aquella televisión de dos canales importaba tanto la imagen como la música. Todos los grandes programas (y anuncios) tenían su melodía inconfundible y nosotros éramos capaces de pasarnos horas tarareándolas –¿a qué no sabes cuál es esta? –. Algunas sumaban el encanto de lo vedado, como la que llegaba cada lunes por la noche. Se dibujaba en pantalla la silueta de un hombre calvo con muchos mofletes, en la que luego encajaba un señor real que presentaba con bastante cinismo (digo hoy) el misterio que se iba a desarrollar. Lo precedía un tararataritatí, tararataritatí, que solo tenía un problema: apenas empezaba y aparecían las letras «Alfred Hitchcock presenta», mi madre me mandaba a la cama.
Pero uno era de........