Él, maestro

Todas las profesiones tienen su punto o momento de exasperación, ese en el que nos da la sensación de que ya no podemos más, o de que no se acierta en la manera de conseguir los objetivos propuestos, ya sea porque faltan fuerzas, ya sea porque no se entiende o vislumbra el camino para lograrlo. De tanto en tanto, me ha provocado envidia algún científico en trance de descubrir o inventar algo esencial para el progreso de la humanidad (a hombros de gigantes, vamos, sí, los necesarios pigmeos) o un artista especialmente inspirado para decir, cantar, dibujar o hacer ese tipo de cosas que una gran mayoría tenemos en el espíritu y no sabemos cómo expresar. Pero en nada niega eso que la mayor parte de mi vida me he sentido muy afortunada de dedicarme a la docencia universitaria. Principio y fin de toda mi aspiración profesional por más (o gracias a) que haya ido siempre de la mano de otras mil ocupaciones. Es el centro de gravedad de mi trabajo, fruto de mil no-casualidades, en la UIC, desde hace tanto tiempo como su propio tiempo, acompañando sus errores, beneficiándome de sus aciertos, como un trozo más de mí.

Podría decir que la razón de esa alegría del docente vocacional es comprobar cómo de entre los mil mensajes lanzados a los estudiantes en las clases, de vez en cuando hay alguno que, como la buena semilla de la parábola, crece en tierra fértil. Pero habría una enorme soberbia en ese pensamiento, y quiero intentar evitarla. Porque en realidad en las aulas universitarias he aprendido más de lo que he enseñado. En una curiosa........

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