Vivimos en una sociedad egoísta, en el mal sentido de la palabra —si es que la palabra egoísta tiene alguna acepción (que desconozco) que no sea creerse el centro del Universo. Los psicólogos que no han pasado por ningún diván antes de empezar a ejercer como tales (lo que significa que toda la mierda que llevan dentro la van esparciendo a todos sus pacientes) y todas las publicaciones de Instagram se empeñan en decirnos que tenemos que ser egoístas y pensar en nosotros mismos. Eso sí, en el buen sentido de la palabra. No sé si os habéis fijado, pero en este mundo hay mucha gente y muy pocas personas. La mayoría de la gente vive en un eterno —como dirían desde el psicoanálisis— his majesty the baby (su majestad el bebé); es decir, que vivimos rodeados de adultos que no quieren abandonar la fantasía narcisista de haberlo sido todo para sus padres. Ya os podéis imaginar que con tanto narcisista por metro cuadrado es imposible que esta sociedad viva en armonía.
Ahora bien, si todos estos his majesty the baby estuvieran dispuestos a abandonar su poltrona para cooperar y ayudarse en los momentos difíciles, las cosas serían muy distintas; incluso me atrevería a decir que este mundo sería fascinante. Desgraciadamente, esto es una utopía y la realidad, a grandes rasgos, es y........