Más allá del efecto que tendrá sobre su propia vida, la salida de la política anunciada por Íñigo Errejón, fulminante e irreversible, tiene una dimensión política relevante. Su dimisión apunta al mismo tiempo a algunas de las circunstancias sin las que es imposible entender o desempeñarse en la política actual, y certifica el final del primer periodo de política del cambio iniciado en 2011. En este artículo nos centraremos en dos de esas circunstancias y apuntaremos una tercera.
La primera tiene que ver con el impacto que los movimientos de denuncia de la violencia machista tiene en la política parlamentaria y aún más allá. La segunda, la más extensa, habla del papel ambivalente que Errejón ha desempeñado en la última década en la política del cambio: sus decisiones y su visión a largo plazo ha marcado para bien, pero sobre todo, para mal, la deriva de un espacio político que al comienzo era complejo y al final se ha convertido en pasto para la depresión de militantes y votantes.
La tercera derivada está marcada por su salida: pese a no ocupar un puesto claro de liderazgo más allá de su portavocía en el Congreso, el adiós de Errejón deja un nuevo agujero en el proyecto de Sumar, carente de proyección a largo plazo y ahora sin uno de sus parlamentarios más elocuentes e influyentes. En cualquier caso, también puede ser una oportunidad para dicho espacio.
Los motivos de la salida, que se deducen de la carta pero sobre todo de las publicaciones en redes sociales, hablan del tiempo de la política posterior al movimiento internacional Me Too y el proyecto Cuéntalo iniciado en España por Cristina Fallarás. Ya no es posible, al menos para políticos de izquierda, sostener durante mucho tiempo un discurso feminista o antipatriarcal si la conducta personal va en sentido contrario. De nuevo, no se trata de abrazar el puritanismo, echar la culpa a las feministas o a lo woke, estas son las reglas a las que se llega por una vía evidente: existen los abusos por parte de los líderes de izquierda —y no siempre tienen que ver con el sexo, y no siempre lo llevan a cabo hombres— y las organizaciones tienden a dejarse llevar por la propia dinámica de poder o por una inercia enquistada que no se sabe atajar.
En su carta, Errejón habla de “una subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica, con compañeros y compañeras de trabajo, con compañeros y compañeras de organización, con relaciones afectivas e incluso con uno mismo”. Como es habitual en él, expresa con un lenguaje preciso y de reminiscencias psicoanalíticas lo que la mayoría solo podemos barruntar sobre sus relaciones, el maltrato del que habla la denuncia anónima, y otras actitudes similares que habían goteado en el boca-oreja de las redes sociales digitales y analógicos y que no se deben exponer aquí. Más que nada porque, sin hechos probados judicialmente, el límite entre la necesaria exposición y la búsqueda de morbo apenas deja lugar para afrontar el verdadero problema que se plantea: una cultura establecida allí donde hay jerarquías fuertes —por ejemplo, un partido político. Una cultura que favorece la ley del silencio cuando se producen episodios de abuso.
Es un hecho que el feminismo ha cambiado —al menos parcialmente, al menos en ciertos espacios—........