Los jueces también tienen corazón. No pueden no tenerlo. Su deber profesional y constitucional es simular que no lo tienen, pero cuando su trabajo es juzgar hechos cuya naturaleza, aun teniendo derivadas penales, es esencialmente política, sus querencias ideológicas tienen mucho que decir. Y lo dicen. Y cuando su trabajo es juzgar a un tipo que los ha puesto en ridículo ante los colegas de medio continente, su resentimiento también tiene mucho que decir. Y lo dice. No puede no decirlo, pues para no decirlo tales jueces deberían ser santos y no hombres.
Imposible no ver las huellas que la ideología y el despecho han dejado en el auto de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que señala a Carles Puigdemont como terrorista. Imposible no imaginar al presidente de esa Sala, Manuel Marchena, musitando en la soledad de su despacho el parlamento del desventurado Shylock: “Soy un juez. ¿Es que un juez no tiene ojos? ¿Es que un juez no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenáis, ¿acaso no morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?”. Una representación más castiza, más ligera y menos trágica de las emociones que embargan a la cúpula de nuestra justicia sobre el expresidente de la Generalitat huido nos la ofrece Joan Manuel Serrat: “Entre ese tipo y nosotros hay algo personal”.
Hay un momento en que los jueces hacen política a la hora de dictar sentencia no porque sean unos prevaricadores, sino porque les es imposible no hacerla, y les es imposible porque la naturaleza de aquello que juzgan está estrechamente vinculada a las convicciones morales, incluyendo en estas no únicamente las clásicas que se refieren al aborto o la eutanasia, sino también las relativas la estructura........