Cierto nivel de controversia ha suscitado la omisión del Tribunal Constitucional —como órgano— dentro de las bases del denominado Acuerdo por Chile, hoy parte integrante de la reforma al texto constitucional publicada esta semana. Sin embargo, lo relevante es determinar si el control de constitucionalidad como tal —más allá del nombre de la institución que lo ejerza— constituye una pieza fundamental dentro de una democracia constitucional.
Idéntica pregunta fue formulada hace 236 años por James Madison y Alexander Hamilton. Su reflexión fue que, en un sistema democrático, no puede existir un órgano con potestades infinitas. Entonces, una Constitución debe establecer límites para todos los poderes del Estado, particularmente para quien dicta las leyes, dado su carácter general y abstracto de aplicación. Si la Constitución va a ser la “Ley Superior”, la cuestión es quién va a ser el encargado de hacer valer dichos límites.
La pregunta sería respondida concretamente 16 años después por el juez John Marshall en la sentencia Marbury vs. Madison: si los jueces del sistema anglosajón del common law han resuelto controversias jurídicas desde tiempos inmemoriales determinando qué ley deben aplicar para resolver una disputa, y resulta ser que una de esas leyes es “fundamental o superior” (entiéndase, una Constitución), entonces esta siempre debe prevalecer sobre otras leyes, siendo precisamente los jueces los mejor capacitados para esa labor. Así, lejos de ser “contramayoritario”, el control de constitucionalidad resulta ser el más democrático de los controles, toda vez que son jueces aplicando una norma jurídica que concita consensos sociales y políticos más exigentes (quorum supramayoritarios) que una ley aprobada por la mayoría de turno.
El juez constitucional cierra el círculo democrático, que comienza con el voto o aprobación ciudadana de una Carta Fundamental, pasa por legisladores que dictan leyes, y termina con el control que hace la jurisdicción constitucional para que una determinada norma no exceda las potestades conferidas por la Constitución al órgano que la dicta. Por esa razón es que, 200 años después, el 90% de los países del mundo tiene algún sistema de control constitucional jurisdiccional, prefiriendo el 59% de ellos el modelo de control mediante un órgano especializado, como una Corte Constitucional.
Al igual que hace más de dos siglos, no resulta imprescindible en las bases institucionales la mención de un órgano en particular, para entender que el control de constitucionalidad es un elemento sustantivo de toda democracia. No es casualidad entonces que, si entre los objetivos del constitucionalismo está defender a los individuos de su propio Estado, ya sea mediante el otorgamiento de potestades enumeradas, o bien, mediante el reconocimiento de derechos fundamentales, la democracia haya nacido coetáneamente junto con el federalismo (como fórmula descentralizadora), la separación de poderes con frenos y contrapesos y, consecuencialmente, con el control de constitucionalidad, todos los anteriores mecanismos de protección del ciudadano.
Sería el propio Hans Kelsen —más de un siglo después de John Marshall— el que comprendería el valor del control de constitucionalidad, adaptándolo también a países que no tenían la tradición anglosajona, pero que compartían igualmente los principios democráticos, mediante la creación del primer Tribunal Constitucional, hoy por hoy, la forma más extendida de jurisdicción especializada en el cumplimiento de una Carta Fundamental.
Así, basta que las bases institucionales hayan incluido que Chile es una República democrática; que el ejercicio de la soberanía tiene límites; que existe separación de poderes, y que se reconocen derechos y libertades fundamentales, para comprender que no es posible aplicar las normas de una Carta Fundamental sin un mecanismo adecuado de control de constitucionalidad, independientemente de la denominación del órgano que ejerza esa función.
Con todo, no se puede evadir la obligación de fijar los estándares más exigentes para el diseño de dicha jurisdicción —donde contamos con suficiente evidencia empírica nacional y comparada—, todo lo cual contribuya a tan ingrata pero ineludible labor: hacer cumplir la Carta Fundamental, probablemente, la más eficaz defensa de una democracia constitucional.
Rodrigo Delaveau S.
QOSHE - La defensa de una democracia constitucional - Columnaaccount_circleinfobrightness_mediumcancel
Cierto nivel de controversia ha suscitado la omisión del Tribunal Constitucional —como órgano— dentro de las bases del denominado Acuerdo por Chile, hoy parte integrante de la reforma al texto constitucional publicada esta semana. Sin embargo, lo relevante es determinar si el control de constitucionalidad como tal —más allá del nombre de la institución que lo ejerza— constituye una pieza fundamental dentro de una democracia constitucional.
Idéntica pregunta fue formulada hace 236 años por James Madison y Alexander Hamilton. Su reflexión fue que, en un sistema democrático, no puede existir un órgano con potestades infinitas. Entonces, una Constitución debe establecer límites para todos los poderes del Estado, particularmente para quien dicta las leyes, dado su carácter general y abstracto de aplicación. Si la Constitución va a ser la “Ley Superior”, la cuestión es quién va a ser el encargado de hacer valer dichos límites.
La pregunta sería respondida concretamente 16 años después por el juez John Marshall en la sentencia Marbury vs. Madison: si los jueces del........