El migrante llegó con más abrigos de los necesarios, la chaqueta demasiado pesada, grande para su talla. Pasó inmigración gracias al certificado de residencia definitiva en trámite impreso con los colores de Chile y la cédula de identidad chilena cuyo número no lograba aprenderse. El aeropuerto —tan grande como la chaqueta para un país largo y flaco en un rincón del mundo— no para de crecer, con aviones llegando de todas partes aún en la madrugada. Los funcionarios atentos, despiertos, lo orientan y sellan la entrada en su pasaporte venezolano con visa chilena; sin preguntas, con respeto y consideración.

El tiempo es menos frío de lo esperado en Santiago para finales de julio, o es el calor de hogar de los anfitriones chilenos que le abren la puerta, lo abrazan cuando todavía no ha amanecido y lo invitan a dormir unas horas. Más tarde, lo llaman a desayunar, cuando el sol remonta la cordillera blanca que se enmarca en la ventana del comedor. ¿Café........

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