Finalmente, llegó el día. Ayer lunes estalló el paro nacional de trabajadores del Poder Judicial de la Federación, como última respuesta de rechazo a la iniciativa presidencial que pretende —en el fondo— acabar con la independencia de la rama del gobierno a la que se encomienda interpretar la ley y juzgar la validez de, entre otros, los actos atribuibles a la administración pública. No se trata solamente de defender los derechos de los trabajadores —a la estabilidad y la carrera judicial—, sino también, propiamente, el Estado de derecho, la libertad y la vida democrática de México. Así lo señaló con vehemencia la lideresa de los trabajadores paristas.
No les falta la razón al acusar el riesgo que arroja la aprobación de una reforma constitucional de tan hondo calado, cuando para llevarla hasta sus últimas consecuencias se utiliza o pretende utilizar la aplanadora legislativa, y se hacen oídos sordos a la oposición, como también a las recomendaciones bien fundadas y más sinceras, expuestas por los expertos y los organismos internacionales (la ONU, nada más y nada menos). Hay una intención subyacente detrás de la reforma que todo el mundo percibe y que, de concretarse, podría ser terriblemente negativa para todos los mexicanos. Es ésta la que provoca el surgimiento de un movimiento extremo de oposición.
El tema de la elección popular de los jueces no es extraño ni novedoso. La exministra Olga Sánchez Cordero y la propia iniciativa aluden a la experiencia de la Confederación Suiza, en la que la ciudadanía elige a los jueces cantonales: abogados respetables, electos por una comunidad a la que estos pertenecen, y en la que las personas conviven con ellos y los conocen perfectamente, por su trayectoria y honorabilidad. Al invocar la experiencia helvética omiten a propósito referirse al hecho de que los........