Un corazón hambriento
Distanciarse era un requisito necesario para lograr la vida que quería. Aunque lo pensara constantemente, no podía planear una fuga que tuviera efectos duraderos. Era muy joven. Tenía que conformarse con las ventajas de un exilio irregular: abandonar el camino de la escuela, tomar la ruta del bosque con su mochila llena de libros y sentarse junto al riachuelo con los pantalones recogidos por encima de las rodillas, o tumbarse sobre una alfombra de hierba con la única compañía de los amigos fantasmales que extendieron un puente entre los dos mundos que habitaba.
Mary Oliver adoraba a un puñado de poetas muertos. A uno de ellos en particular, el hermano mayor que nunca tuvo, un modelo creativo que la acompañó en la luminosidad del bosque y en la oscuridad de su cuarto. “Whitman brillaba en la penumbra de mi habitación, que empezaba a llenarse de libros, y cuadernos, y botas embarradas, y la vieja máquina de escribir Underwood de mi abuelo”.
He pensado en Mary Oliver y en lo que dicen sobre el deber de florecer donde estás plantada. Pienso en el trabajo de........
© El Espectador
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