Moriré pobre

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Al comenzar el año, me propuse ser una persona fiscalmente responsable y recortar mis gastos. No se trataba de un súbito arrebato de austeridad, mesura o avaricia. Ocurre que la empresa en que trabajo me pagará 20 % menos a partir de enero. Pensé entonces: si voy a ganar menos, debo gastar menos.

Hay ciertos gastos que, por desgracia, no puedo reducir: el colegio de mi hija, el seguro médico y el de los autos, los impuestos a la renta y a la propiedad, las comidas y las bebidas del supermercado, las cuentas domésticas de electricidad, telefonía, agua, basura y periódicos. Podría tratar de gastar menos en restaurantes y cafés, a los que acudo todos los días, pero no estoy dispuesto a negociar la felicidad que encuentro comiendo en la calle, dado que en casa nadie cocina.

Así las cosas, me propuse rebajar los sueldos del personal que trabaja conmigo. Pensé: si voy a ganar 20 % menos desde enero, mis empleados ganarán también 20 % menos. Es lo justo, me dije. No quería despedir a nadie. Si no me habían despedido, yo tampoco quería echar a nadie. Porque, además, las personas que trabajan conmigo se han ganado mi respeto y mi cariño. No era fácil, por eso, decirles que debía aminorarles el sueldo.

Antes de poner en marcha mi severo plan de austeridad presupuestaria, una de mis hijas me escribió un correo, pidiéndome amorosamente dos boletos aéreos para ella y su novio, pues deseaban asistir pronto a una boda en una isla caribeña. Pensé decirle: no puedo colaborarte con los pasajes, mi amor, porque me han bajado el sueldo y estoy en recesión y me veo obligado a gastar menos. No tuve hombría ni coraje para decirle: mil disculpas, pero esta vez no puedo regalarte los billetes aéreos. No le dije que me habían mermado los honorarios. Le compré los pasajes. Por supuesto, pagué asientos en clase ejecutiva, porque es lo que ella y su novio merecen. Comienza mal mi programa de austeridad, pensé. Si no sabes decir no, estás........

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