El vuelo del pelícano triste

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En un vuelo nocturno a Buenos Aires, mi esposa me dio la buena noticia de que por fin había menstruado y no seríamos padres nuevamente. Conmovido, me puse de pie y la abracé. Me sentí aliviado, como si me hubieran quitado un peso de encima, y luego jubiloso, eufórico, como si hubiera ganado la lotería. No quería ser padre por cuarta vez, a los sesenta y un años. No tengo ya fuerzas para comenzar de nuevo. Tengo planeado morir a los setenta años, como muy tarde. Ser padre sin desearlo, a esta edad otoñal, me parecía una locura, un salto al vacío. Peor aún, cuando hacía números, calculando el costo de ser padre otra vez, y sumaba el colegio y la universidad de una nueva hija, las cifras eran cuantiosas. La escuela privada de mi hija menor me cuesta sesenta mil dólares al año, y las universidades privadas a las que asistieron mis hijas mayores me costaron setenta mil dólares al año cada una, y una de mis hijas, la mayor, estudió dos carreras. Al final de cuentas, traer al mundo una nueva vida, por accidente o por descuido, acabaría por costarme, cuando menos, un millón de dólares. La regla tardía que le sobrevino a mi esposa en el avión de noche me ahorró ese dinero, además de muchos dolores de cabeza. Por eso llegué encantado a Buenos Aires, como si hubiera recibido un gran regalo en vísperas de las fiestas navideñas, el regalo de preservar ciertos espacios de libertad, ciertas zonas de bienestar, que habría perdido siendo padre.

Era un domingo por la mañana, salimos deprisa del aeropuerto y el tráfico fluyó sin tropiezos ni sobresaltos. El chofer no paraba de hablar y me daba información turística como si yo no conociera la ciudad. Yo lo dejaba hablar. No quería interrumpirlo, ser brusco, desairarlo. He venido muchas veces a Buenos Aires. He vivido en Buenos Aires. He grabado programas en Buenos Aires. Me he enamorado en Buenos Aires. He comprado departamentos en Buenos Aires. He organizado fiestas en Buenos Aires. Sin embargo, el chofer me hablaba como si fuese un advenedizo, un recién llegado, y yo estiraba los pies y lo oía a lo lejos, pero sin escucharlo,........

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