Sorolla en el Real Alcázar

Hay lugares de Andalucía en los que el tiempo no se mide por siglos, sino por milenios. El Real Alcázar de Sevilla es una ciudad palatina con uso permanente como Palacio Real durante mil años. El más antiguo de Europa. Almohades del rey poeta Almutamid, Trastámaras como Pedro I, ataviado a la usanza moruna, el de los trágicos amores con doña María Coronel, Austrias, que celebraban históricos esponsales como Carlos V y la bellísima Isabel de Portugal, a la que siempre visito cuando voy al Prado, Borbones, que lo utilizaron como posible remedio a la melancolía de Felipe V durante el "quinquenio real". Árabe, gótico, renacentista, barroco y hasta regionalista/ecléctico sevillano. La conjunción de todo ello ha producido uno de los espacios arquitectónicos más hermosos de Europa. Y es el primer elemento de los tres que conforman la exposición, que con el título de estas líneas, se inauguró el pasado 15 de diciembre organizada por la Fundación Unicaja con la colaboración del Ayuntamiento de Sevilla, el Patronato del Real Alcázar y la Fundación Sorolla.

Tres grandes pintores tuvieron la mala suerte artística de nacer en España, que de haberlo hecho en Francia serían considerados lo que realmente son, tres cumbres del arte del tránsito del XIX al XX, en vez de haber sido tenidos por la crítica contemporánea hasta hace unas décadas como amanerados, cursis o excesivamente pequeñoburgueses. El hoy indiscutible Ramón Casas, centro y culminación de la gran pintura catalana, Julio Romero de Torres, que ha pasado de verse como pintura decorativa de grandes casas de Córdoba a la de hoy, interpretación turbia y sensual hasta casi el simbolismo francés, porque las medias de cristal de la chiquita piconera no deberían exponerse a la visión de los adolescentes por incitación pecaminosa irresistible a las hormonas desatadas. Y Joaquín Sorolla, que es el segundo elemento de los que componen la trinidad de esta exposición, cuyos sueños de luz y color han vuelto a su origen de hace cien años. Y se exponen en la Sala Gótica del Alcázar, que aquel joven Alfonso X el Sabio, que hizo prometer a su padre Fernando III que nunca derribaría la Mezquita de Córdoba, no tuvo miedo en añadir a un palacio árabe en una conjunción de estilos que ha conformado hasta la forma de ser y vivir de una ciudad, objeto del deseo de pintores, escritores, poetas, músicos, compositores y escultores.

Una sala en la que un equipo técnico, que ha vencido dificultades e incomprensiones a base de amor y pedagogía, se ha atrevido con mucho valor y gracias a la visión de su comisario Román Fernández-Baca a colgar sobre un bellísimo azul noche quince obras que recogen la visión de Sorolla de los jardines que rodean a la propia sala, cuyas nervaduras góticas juegan con la azulejería de Triana y las sargas que Bacarisas pintó para la Exposición del Veintinueve. A la manera de las de Esplandián de caballeros legendarios, que tanto añoraba Alonso Quijano. Los ojos inteligentes de Juan Ortega, que me acompañaba seguramente soñaban también con gestas similares. Pocas veces un conjunto de obras de arte dedicadas exclusivamente a un lugar concreto han vuelto un siglo después al mismo lugar en el que nacieron y en el que permanecerán hasta el uno de marzo de dos mil veintiséis, cuando empiecen las conmemoraciones de las bodas imperiales el once de marzo.

Luz y color que Sorolla encontró en los jardines del Alcázar y a orillas del Guadalquivir, en el contraste de las umbrías frescas de una noche de primavera y la luz restallante de una mañana de verano, en un espacio que Winthuysen y Forestier estudiaron, trataron y compararon, jardines, huertas valencianas y paraíso ameno, cerrado entonces para muchos y hoy abierto para todos. El jardín andalusí compone el tercer elemento de la trinidad de belleza de la muestra, que encierra el peligro que, de no ser........

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