El gran reto es que los ciudadanos no pierdan del todo la fe en la democracia. Porque donde nos la estamos jugando, otra vez, es en la batalla entre democracia y autocracia. Y no parece que nuestros responsables políticos sean conscientes de la altura del desafío y de su responsabilidad. El fantasma que recorre hoy el mundo es el populismo, que lo hay tanto “reaccionario” como “progresista”. Y nadie está exento, ya que una de sus características es tener una elevada capacidad de contagio sobre partidos establecidos, como el republicano en Estados Unidos o los del bipartidismo español, atrincherados en las diferencias identitarias excluyentes para combatir al adversario, convertido en enemigo, y buscando culpables en lugar de buscar respuestas a aquellos problemas comunes de los ciudadanos que, precisamente, solo encuentran solución mediante acuerdos con vocación de perdurar a medio plazo.
Vivimos un momento en el que la política busca abrirse un hueco en el espacio del espectáculo mediático y de las redes sociales, crispando, haciéndose grande en el insulto, en atrincherarse en aquello que nos diferencia, separa y confronta, en discutir las características de los respectivos ombligos, en lugar de cumplir con su misión fundamental en democracia, que es reforzar y mejorar aquello que tenemos en común y que nos une como ciudadanos. Sobra crispación populista y falta fraternidad democrática. Y se echa de menos una política democrática como medio al servicio de la sociedad y no como fin privativo o partidista.
Defender la democracia de sus enemigos externos, los autócratas, y de los internos, los populismos (de izquierda y de derecha), nos afecta a todos. El último índice sobre la democracia elaborado por The Economist se sitúa en el punto más bajo de la serie. Apenas un 8% de la población mundial vivimos en sistemas democráticos plenos y en los últimos veinte años el número........