He de suponer que la mayoría de los púberes actuales desconocerán el placer trufado de frustración que acompañaba a quienes tratábamos de completar aquellas colecciones de cromos. Ahorradores de hasta el último céntimo circulante por nuestro alrededor, tratábamos de comprar los ansiados sobres que habrían de hacernos felices con un cromo nuevo, las menos de las veces, y terriblemente desgraciados con los repetidos, en la mayoría de las ocasiones. Haciendo cola frente al viejo quiosco azul que la señora Maruja tenía en la esquina entre las calles del Maestro don José Costa y la calle de la Reina; en la casetilla blanca envuelta en una capa de pintura insondable de la señora Margarita, al final de la calle de la Valenciana, justo donde engarza con la avenida de la Alameda repleta de castaños; frente al estanco de doña Lola Castro, en la confluencia de la plaza de los Dolores, el mercado de Abastos levantado por presos republicanos y la cuesta de la Maja, en la caseta de roñoso verde de la señora Pepa, muy cerca del quiosquillo azul grisáceo de la señora Petra, en la salida de la Plaza de los Dolores por el callejón del Gallo; cientos de chiquillos, crías de coletas apretadas, esperábamos nuestro momento con la furia de ver al afortunado que conseguía el número ciento veinte de la colección de La Guerra de las Galaxias, el del salto de Sandokán, los puños fuera de Mazinger Z, Orzowei corriendo tras las hienas o la delantera imponente del Real Madrid, la defensa infranqueable del Atlético, las cabriolas de Maradona en el Barcelona o........