Don César Franco Martínez, ¡gracias!

No son pocas las películas en las que, tras la celebración litúrgica, algún miembro de la comunidad, impecablemente vestido, se acercaba al cura y con una sonrisa sospechosa e inclinando la cabeza le decía con emoción incontenida y ademanes tan exagerados como edulcorados: ¡Me ha encantado la predicación! Magnífico, verdaderamente magnífico. El sacerdote, paciente servidor de Cristo y los hombres, le estrechaba la mano, agradecido. John Ford era un maestro en retratar imágenes así.

De no tener yo esas sarcásticas imágenes fordianas en la cabeza, me hubiera gustado acercarme alguna vez a don César Franco, obispo de Segovia, y decirle simplemente: “Gracias por sus palabras”. Es lo que quiero hacer ahora de todo corazón.

Llegué a Segovia hace unos seis años cuando, tras muchos años de sequía espiritual, mi fe comenzaba a despertar del letargo. Elegí Segovia porque me parecía un lugar ideal para vivir y para vivir una vida religiosa; iglesias románicas, belleza natural, monasterios, conventos, relativa tranquilidad. Parecía el lugar ideal para cuidar la vida y una fe que comenzaba a brotar más por don divino que por méritos míos.

Un domingo lluvioso entré por primera vez a la Catedral para asistir a la misa de 12:30. Me senté en los primeros bancos; total, nadie me conocía. Y aquel día hallé un motivo añadido a los anteriormente citados para amar más esta ciudad. La liturgia estuvo bien cuidada. Pero lo que más llamó mi atención fueron las palabras de quien hizo la homilía. Era el obispo. Aquel hombre se expresaba con una fuerza, un entusiasmo y una autoridad convincentes. Era valiente, culto, de voz bella, de una oratoria melodiosa y rítmicamente perfecta; su mirada penetrante traspasaba sus gafas para llegar y traspasar el corazón del oyente. Como los ojos pintados por los grandes genios de la pintura, su mirada parecía llegarle a uno de forma personal. “Me está mirando”, dije muchas veces. “Esto es para mí”. En efecto, la fuerza expansiva de su mirada........

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