De pequeña era despierta, como espuma en la bajamar. Parlanchina en su mejor acepción, como el monólogo interior de toda sonorizada inocencia. Diligente, como el argumento en la estilográfica temprana de Jorge Guillén: “¡Tú, ventana a lo diáfano!”.
Una niña observadora, con ojos de menta, con párpados de inmediatez, con aptitud para el análisis, capaz de deslindar el dislate de la coherencia. Leía de modo impenitente. Un libro, otro más. Mas no callaba. Hablando cada dos por tres. Para aprender y aprehender. Existir -coexistir- en los demás. Necesitaba Lala -como sangre que irriga vida, siendo tan cría- cultivar la célebre premisa vital de Nietzsche que también latía en el alma mesiánica de Camarón de la Isla: “Di tu palabra… y rómpete”. De pura sinceridad.
Lala ya entonces respiraba a través del acto comunicacional. Si la compañía alguna vez la pillaba a trasmano, entonces establecía diálogos confidentes con su íntima amiga Rosaura, aquella muñeca de cuya cabeza crecían unas trenzas de asombro. Con Rosaura se confesó tropecientas veces. Su imaginación volaba tan alto que, frente a la televisión, soñaba con ‘La cometa blanca’ -pese a que siempre se quedara dormida antes del término de la emisión de aquel programa de pegadiza sintonía de cabecera: “Se sube........