20 de noviembre 2024 - 05:00
Como la senda -difícilmente asible- que dibuja en el aire la humareda de una antorcha encendida. Como el eco -nunca alambicado- de un adagio dulce con potencia canora. Como el fuelle de la identidad primera. Así permanecen -huyendo del dique seco de la abstracción- los recuerdos de juventud. El humo es la línea cronológica trazada por el toletole de los años y la luz… el resplandor del niño -otra vez Rilke- que siempre anida dentro de nosotros. El tiempo zigzaguea revolviéndose con velocidad de escurridiza serpiente de cascabel. Con ferocidad de ruido sin furia, siquiera sea para contradecir a Faulkner. Con anuencias de calendarios deshojados. Con apremio de águila culebrera. Con formalismos sin términos medios. Con las extirpables alcayatas de las heridas reabiertas por frases lapidarias, por fraudes atribuibles a la tercera persona del singular. Sante parole!, que expresarían los italianos en la pitanza de un carácter oferente. Hay quienes nacen y crecen anacrónicos, como así lo apostilla Fernando Molero Campos en las páginas de ‘La cabeza cortada de Yukio Mishima’. Y todo lo contrario: quienes se instalan en la forja de Peter Pan, temperamento jovial, mocedad metida en formol, espíritu de mozuelo, diente -de leche semidesnatada- de postmodernidad. Estos últimos proceden de la paideia -valga decir: tal como los griegos denominaron a lo que los romanos acertaron a traducir como humanitas: hablando en plata: el sistema pedagógico en el que cualquier niño se........